Rebeca era la número tres de tres trillizas.
Había una tradición en la familia: Cuando las niñas celebraban su octavo cumpleaños, sus padrinos tenían que hacerles un regalo. Mas no un regalo cualquiera, sino el indiscutible rey de los regalos. Un regalo envuelto por el papel inescrutable del Destino. Ese papel que siempre empieza en blanco... y que se escribe solo, poco a poco...
Un regalo que marcase el rumbo de sus vidas, irremediablemente, para siempre...
El padrino de la primera hermana era el hermano rico de mamá. Acudió a la celebración con un collar de oro. Y así creció la niña, en una crisálida bordada por gusanos de seda, todo esplendor, y lujo, y oro, y joyas...
La segunda trilliza tenía por padrino a un erudito. Su regalo fue un libro de mil páginas, con ocho mil secretos cada una. Y así creció la niña, iluminada, envuelta en esa luz tan cegadora que alumbra los senderos de los sabios. Con las manos posadas en las riendas de las fuerzas que gobiernan a los dioses.
Pero el padrino de Rebeca no era rico, ni sabio... ni siquiera cariñoso. Era un vaso de hiel. Era miseria. Era tan agrio, henchido de derrota... que no podía ofrecer a la pequeña ningún sendero recto: sólo aquéllos... trazados de manera sinuosa... por el negro pincel del infortunio.
Rebeca vio acercarse a su padrino, envuelto en su siniestro abrigo negro, fabricado con alas de murciélago. No había amor en él. En sus pupilas... sólo brillaban lágrimas de whisky.
No puso en las mejillas de Rebeca el beso acostumbrado. Simplemente... extendió sus dos brazos, y había en ellos una cajita envuelta en papel áspero.
- Toma niña – le dijo con voz cínica -. No puedo darte más. Esta cajita es todo lo que tengo.
Cuando el padrino abandonó la fiesta con su andar encorvado y taciturno, Rebeca abrió la caja, y dentro de ella, tan sólo vio...
... ¡ocho arañas!
Ocho bichos horribles, pululando con sus ocho patitas por aquellas tinieblas de cartón, tan claustrofóbicas.
Las mujeres gritaron... y, crueles, los otros niños se burlaron de ella. Y todos de la niña se alejaron.
Tal fue el triste regalo de Rebeca: El don que marcaría su destino. Ocho animales negros, venenosos... que no inspiraban el amor de nadie.
Pero si algo le sobraba a aquella niña, hasta el punto de no caberle dentro, aquel algo era amor... Por eso mismo, fue incapaz de matar a las arañas... y las apadrinó, y creció con ellas... y como ellas, extraña, inadaptada... arrinconada en un rincón sombrío...
No tuvo amigos. Los niños la rehuían. Nadie quiere sentarse junto a niñas que almacenan mascotas imposibles.
Los chicos no le hicieron mucho caso. A todos les dan asco las arañas. Suelen ser más molestas que románticas, y no dan buena imagen en las fiestas.
Cuando una chica crece rodeada de seres venenosos, se acostumbra muy rápido al veneno. Se vuelve adicta a él. Lo busca en todo. En la comida, el humo, la bebida. Se intoxica la mente, el organismo, el torturado corazón, el alma...
Y así acabó Rebeca. Envenenada. Y también viceversa: venenosa. Y aunque existen venenos deliciosos... la gente tiene miedo de probarlos. Y el miedo se convierte en un rechazo que se clava, implacable, en las entrañas, como la hoja de un puñal de hielo.
Las arañas, ¡las fúnebres arañas! hicieron infeliz a nuestra amiga. La guiaron por sendas escabrosas hacia la soledad, el desempleo, el desamor, la incomprensión, la angustia, la oscuridad de no encontrar caminos que no terminen en paredes negras...
Y cierto día Rebeca, ya sin fuerzas para seguir luchando por las cosas, maldijo a las arañas, ¡las maldijo! por haberle amargado la existencia... y las soltó en la calle, renegando de ellas, para siempre. Y subió a aquel edificio, lentamente... y llegó a la azotea... y una brisa, alborotó sus pelos venenosos... y le enredó la falda entre las piernas... Y se dejó caer, como una fruta... en dirección prohibida hacia el asfalto, que aguardaba ocho pisos más abajo.
Entonces sintió el miedo, el desarraigo, el vacío, peor que el de la vida, de quien se va a apagar en un instante. Y quiso despertar, huir de aquel vértigo, desandar metro a metro, piso a piso... aquel camino recto hacia la muerte, hacia los huesos rotos, y la sangre... esparcida por pasos de peatones.
Mas era tarde ya. El inconmovible asfalto la aguardaba con su definitivo martillazo...
... que no llegó a llegar.
Porque un abrazo... de algo liviano como luz de luna... frenó a medio camino la caída. Una red... como aquéllas que en el circo... le salvaban la vida al trapecista. Pero más pegajosa, más flexible... ¡No era una red! ¡Era una telaraña!
A pocos metros del dolor del suelo, la muchacha flotó en aquel regalo que le habían tejido sus mascotas.
El corazón de la mujer suicida redoblaba con tanto hambre de vida, que se quería merendar el mundo.
Rebeca abrió los ojos, deseando... intentarlo una vez más.
Tendió una mano al cielo, esperando que alguien la ayudara... a incorporarse... y a luchar de nuevo.
Sesenta y cuatro patas la ayudaron.
Madrid. 18 de octubre de 2006
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domingo, 22 de abril de 2007
UN APLAUSO DE ORO
Sólo quien haya sentido la necesidad de encallar su barco en un arrecife persiguiendo un canto de sirena podrá comprender por qué Amanda hizo encallar su vida en una máquina tragaperras.
Los demás sólo podemos hacer conjeturas, mientras la observamos consumirse desde nuestra situación privilegiada en la mesa de la esquina. Mientras asistimos impotentes al lamentable espectáculo de esa mujer que aprieta una y otra vez los relucientes botones, de manera mecánica, con esa desesperación que se disfraza de esperanza loca, para olvidar que está desesperada. Con esa esperanza de estómago vacío... esa esperanza hambrienta de esperanza...
Yo creo que Amanda no persigue el dinero que dormita en las tripas de la máquina. No busca las monedas, sino la suerte que las hace descender, tintinear, brotar al mundo... Necesita esa suerte, para demostrarse a sí misma que la magia existe en algún lado, que aún queda algún milagro por el mundo, aunque sea un milagro baratito, todo a cien, de andar por casa. Necesita ese golpe de suerte, porque es el único golpe que la vida no le ha dado todavía. Necesita, por una vez en la maldita vida, ganar algo, ser la reina del baile, la niñita mimada de los dioses.
Todas las mañanas entra en el bar, arrastrando su bolso, arrastrando también esos cuarenta y pocos años tan marchitos que ya podrían pasar por medio siglo. Se acerca a la barra, saca un billete de veinte euros, y pide al camarero que lo cambie en monedas.
Luego se acerca a la máquina, a ese ser hambriento de plástico y metal. A esa caja fuerte en cuyos botones aguarda la combinación secreta que abre las puertas del paraíso o el infierno. A ese monstruo de luces que engulle pasta gansa, pero que a cambio sólo da promesas.
Quien se moleste en atender a los ojos de Amanda, los hallará hambrientos de pasado, e hipnotizados. Hipnotizados por esas luces de colores que la hacen avanzar hacia la máquina, igual que una sonámbula.
Porque esas luces lo significaron todo para ella en otra vida. En una vida que jamás llegó a tener. Son las luces de neón de esos teatros en cuyo escenario soñó una vez con cantar. Son los destellos del flash de esas cámaras de fotos que nunca la eligieron para adornar la portada de un periódico. Son Broadway, y focos en el techo, y lentejuelas adornando trajes... Son el letrero parpadeante que limosna aplausos. Y tal vez es también eso lo que la pobre Amanda busca en las monedas: Ese sonido tintineante que producen al llover en la bandeja. Un aplauso de oro. Un aplauso que siempre mendigó con sus canciones, y que nunca fue capaz de arrancar a ningún público.
Un aplauso que ya nunca obtendría.
No lo pudo obtener cuando su canto era joven y agradable, y ahora era un objetivo aún más inalcanzable para su voz cansanda, consumida por un millar de botellas de whisky. Esa voz desafinada, deshilachada por la vida... animal moribundo que había decidido desplomarse en la ladera del camino.
Porque había dejado de ser un camino que mereciese la pena recorrer. Ahora todo consistía en la soledad del bar, en las idas y venidas a la barra, para cambiar los billetes en monedas, para dilapidar la pensión de su ex-marido, y privar a su estómago de alimento, para dar de comer a ese otro estómago, artificial, mezquino... que se alimenta de metal redondo.
De vez en cuando llegaban días todavía más tristes. Porque eran el día del último billete, la última moneda... y con ella se marchaba la esperanza durante el resto del mes.
En esos momentos, Amanda no introducía la moneda con el mismo automatismo compulsivo de las otras veces. Dejaba a un lado la agonía, respiraba profundamente, cerraba los ojos, concentrándose, rezando casi, invocando a esa suerte que se escurría entre los engranajes de la máquina, y entre el pellejo de sus dedos. Siempre depositaba una confianza especial en esa moneda. Era la última, la elegida, la última esperanza...
Cuando esa última moneda se deslizaba por la ranura, parecía hacerlo con una música especial, y también los resortes de los botones parecían chasquear con otra música. Pero era una música traicionera y engañosa. La tragaperras engullía ese último tentempié del mismo modo que los otros: sin siquiera dar las gracias.
Aquel día Amanda llegó demasiado cansada a los botones de la máquina, y llegó más cansada todavía a la última moneda. Supo en su fuero interno que de aquella moneda dependería todo su futuro. Si aquel trocito de metal no conseguía indigestársele a la máquina hasta hacerle vomitar el premio, Amanda quedaría sin energías ni esperanzas, y terminaría de marchitarse para siempre.
A veces llega ese día, herido con una encrucijada, y uno lo reconoce en lo más hondo y putrefacto de sus entrañas.
Por eso cuando Amanda dejó caer la moneda en la ranura, cerró los ojos, apretándolos con fuerza, y temblaron sus dedos al presionar los botones luminosos.
Los rodillos giraron, en una procesión veloz e interminable de sandías, campanitas y cerezas, pero ella no los veía. Seguía con los ojos cerrados. Cerrados de fe. Cerrados de miedo.
Sus orejas desnudas (pues hacía ya tiempo que malvendió todos sus pendientes) se orientaban como antenas parabólicas hacia la bandeja, esperando escuchar el aplauso, el llanto del centenar de monedas, la risa de metal que hacía borbotear el alma.
Era ahora o nunca.
Ahora o nunca.
Ahora o nunca.
De repente, los rodillos se detuvieron en una combinación nunca antes vista. La máquina se convirtió en un concierto de músicas y luces.
Los oídos de Amanda seguían expectantes, ansiosos por escuchar la lluvia en la bandeja.
...
...
...
...
...
...
...
Pero en la máquina no aterrizó el diluvio deseado, sino una única moneda. Una moneda falsa, que ni siquiera fue capaz de sonar con el consuelo del metal.
Amanda abrió los ojos, untados en lágrimas.
La moneda de la bandeja relucía de una manera artificial, extraña. Tenía un color dorado que sólo se ve en las malas películas de piratas.
Desolada, Amanda extendió una mano hacia la bandeja, cogió la moneda, la examinó de cerca... El tacto era distinto. No era la fría caricia del metal.
Era de... plástico.
Enseguida advirtió Amanda que el plástico dorado era simplemente una envoltura. La retiró con cuidado, y sólo entonces, al ver el interior, se dio cuenta de lo evidente:
Una moneda de chocolate.
Ése había sido el regalo de la máquina.
Con dedos todavía temblorosos, Amanda se la llevó a la boca. El contacto del chocolate con su lengua le provocó un estremecimiento. Era dulce y amargo al mismo tiempo, y le hizo recordar a una mujer llamada Amanda, que se moría de hambre. Había estado tan atenta a los rugidos de su alma que había olvidado los rugidos de su estómago.
Se alejó de la máquina tragaperras como quien huye de un animal rabioso. Deambuló por las calles, desmayada de hambre, sin dinero ni amigos, buscando en las basuras cualquier cosa que llevarse a la boca.
Se consiguió saciar comiendo cosas que hasta los perros rechazaban, y ese mismo día decidió buscar un trabajo con que ganar dinero. Y juró que ese dinero le daría de comer a ella, y no a una máquina.
No consiguió encontrar trabajo.
La rechazaban en todas partes, por ser demasiado esto, o muy poco lo otro.
Volvió a encontrarse acurrucada en lo más miserable de sí misma, consciente de que el mundo no la necesitaba para nada.
Y resulta muy fácil reencontrar la perdición cuando uno siente que a nadie le importa que te pierdas o no. También resulta relativamente fácil encontrar una moneda en una acera. Y si después de encontrar esa moneda encuentras un casino en tu camino, es difícil negarse.
Amanda atravesó la puerta del casino, con una única moneda, y un centenar de máquinas ansiosas de tragarla. Un pasillo de máquinas salpicadas de luces y melodías insinuantes.
Amanda se detuvo en medio de ese pasillo, intentando decidir en cuál de todas ellas malgastar su moneda. Y fue entonces cuando oyó una melodía que no procedía de ninguna de las máquinas.
Era una voz de mujer. Una cantante.
Allí, al fondo de la sala, unos carteles anunciaban que el casino buscaba cantantes para los números musicales. Estaban haciendo pruebas a las aspirantes. Todas ellas tan jóvenes, tan frescas, tan ella misma en un ayer arcano...
No sé qué impulsó a Amanda a ponerse en la cola y esperar su turno para hacer la prueba. Un estremecimiento, un eco de los tiempos pasados, una de esas nostalgias tan intensas que sólo se pueden sentir por un fantasma...
La cola iba avanzando, al ritmo deprimente de los rechazos del jurado. Y Amanda se sentía cada vez más asquerosa. Escuchaba las potentes voces de sus contrincantes, sus cantos atractivos y armoniosos, trinos de ruiseñores, todavía refugiados en el nido, con ansias locas de comerse el mundo. Si el jurado las interrumpía a ellas con aquel gélido “Muchas gracias, ya le llamaremos”, ¿qué le dirían a ella? Le escupirían. La expulsarían a patadas del casino...
Cada cantante que precedía a Amanda la hacía sentir muchísimo más vieja, más cansada, impotente, incapaz de ofrecer nada... Cada rechazo del jurado dinamitaba su fe en el funcionamiento de este mundo. Y ustedes saben bien que no quedaba en ella mucha fe que poder dinamitar.
- Su turno
Las palabras resonaron secas, amotiguadas por las moquetas del casino. Amanda tardó unos segundos en darse cuenta de que iban dirigidas hacia ella.
Todos la miraban, por primera y única vez en muchos años. La miraban a ella. Justo ahora... cuando ya era demasiado tarde... cuando ya sólo le quedaba hiel y bilis que ofrecer...
Empezó a cantar, y su voz antaño dulce, hoy desgarradora, sonó con una tristeza infinita, con una desesperación conmovedora. Aquello sonaba a armónicas encontradas por un mendigo en la basura, a perros que exhalaban su canto de cisne al ser atropellados, a descarnado blues, si es que el blues puede ser de color negro en vez de azul. Las cuerdas vocales de Amanda vibraron como cuerdas de arpa a punto de romperse, arañadas por un gato callejero. En esa canción se vomitó todo lo que podía vomitarse. Un estremecimiento flotó como niebla invisible en el ambiente.
Nadie fue capaz de interrumpir a Amanda. Nadie fue capaz de sostener su mirada brillante, lacrimógena... Y la canción se terminó cuando acabó el aliento.
Amanda calló, alzó la mirada... Todos estaban clavados en el suelo, descompuestos. Ninguno aplaudió. Para aplaudir uno necesita ser sueño de sí mismo.
Pero todas las máquinas tragaperras aplaudieron por ellos. Todas hicieron llover sobre sus bandejas un llanto de monedas, como por arte de magia. Todas se desgañitaron en el aplauso de oro.
Y por primera vez en el casino, el brillo del oro eclipsó las engañosas luces de colores de las máquinas.
Fin.
Madrid. 28 de octubre de 2006.
Los demás sólo podemos hacer conjeturas, mientras la observamos consumirse desde nuestra situación privilegiada en la mesa de la esquina. Mientras asistimos impotentes al lamentable espectáculo de esa mujer que aprieta una y otra vez los relucientes botones, de manera mecánica, con esa desesperación que se disfraza de esperanza loca, para olvidar que está desesperada. Con esa esperanza de estómago vacío... esa esperanza hambrienta de esperanza...
Yo creo que Amanda no persigue el dinero que dormita en las tripas de la máquina. No busca las monedas, sino la suerte que las hace descender, tintinear, brotar al mundo... Necesita esa suerte, para demostrarse a sí misma que la magia existe en algún lado, que aún queda algún milagro por el mundo, aunque sea un milagro baratito, todo a cien, de andar por casa. Necesita ese golpe de suerte, porque es el único golpe que la vida no le ha dado todavía. Necesita, por una vez en la maldita vida, ganar algo, ser la reina del baile, la niñita mimada de los dioses.
Todas las mañanas entra en el bar, arrastrando su bolso, arrastrando también esos cuarenta y pocos años tan marchitos que ya podrían pasar por medio siglo. Se acerca a la barra, saca un billete de veinte euros, y pide al camarero que lo cambie en monedas.
Luego se acerca a la máquina, a ese ser hambriento de plástico y metal. A esa caja fuerte en cuyos botones aguarda la combinación secreta que abre las puertas del paraíso o el infierno. A ese monstruo de luces que engulle pasta gansa, pero que a cambio sólo da promesas.
Quien se moleste en atender a los ojos de Amanda, los hallará hambrientos de pasado, e hipnotizados. Hipnotizados por esas luces de colores que la hacen avanzar hacia la máquina, igual que una sonámbula.
Porque esas luces lo significaron todo para ella en otra vida. En una vida que jamás llegó a tener. Son las luces de neón de esos teatros en cuyo escenario soñó una vez con cantar. Son los destellos del flash de esas cámaras de fotos que nunca la eligieron para adornar la portada de un periódico. Son Broadway, y focos en el techo, y lentejuelas adornando trajes... Son el letrero parpadeante que limosna aplausos. Y tal vez es también eso lo que la pobre Amanda busca en las monedas: Ese sonido tintineante que producen al llover en la bandeja. Un aplauso de oro. Un aplauso que siempre mendigó con sus canciones, y que nunca fue capaz de arrancar a ningún público.
Un aplauso que ya nunca obtendría.
No lo pudo obtener cuando su canto era joven y agradable, y ahora era un objetivo aún más inalcanzable para su voz cansanda, consumida por un millar de botellas de whisky. Esa voz desafinada, deshilachada por la vida... animal moribundo que había decidido desplomarse en la ladera del camino.
Porque había dejado de ser un camino que mereciese la pena recorrer. Ahora todo consistía en la soledad del bar, en las idas y venidas a la barra, para cambiar los billetes en monedas, para dilapidar la pensión de su ex-marido, y privar a su estómago de alimento, para dar de comer a ese otro estómago, artificial, mezquino... que se alimenta de metal redondo.
De vez en cuando llegaban días todavía más tristes. Porque eran el día del último billete, la última moneda... y con ella se marchaba la esperanza durante el resto del mes.
En esos momentos, Amanda no introducía la moneda con el mismo automatismo compulsivo de las otras veces. Dejaba a un lado la agonía, respiraba profundamente, cerraba los ojos, concentrándose, rezando casi, invocando a esa suerte que se escurría entre los engranajes de la máquina, y entre el pellejo de sus dedos. Siempre depositaba una confianza especial en esa moneda. Era la última, la elegida, la última esperanza...
Cuando esa última moneda se deslizaba por la ranura, parecía hacerlo con una música especial, y también los resortes de los botones parecían chasquear con otra música. Pero era una música traicionera y engañosa. La tragaperras engullía ese último tentempié del mismo modo que los otros: sin siquiera dar las gracias.
Aquel día Amanda llegó demasiado cansada a los botones de la máquina, y llegó más cansada todavía a la última moneda. Supo en su fuero interno que de aquella moneda dependería todo su futuro. Si aquel trocito de metal no conseguía indigestársele a la máquina hasta hacerle vomitar el premio, Amanda quedaría sin energías ni esperanzas, y terminaría de marchitarse para siempre.
A veces llega ese día, herido con una encrucijada, y uno lo reconoce en lo más hondo y putrefacto de sus entrañas.
Por eso cuando Amanda dejó caer la moneda en la ranura, cerró los ojos, apretándolos con fuerza, y temblaron sus dedos al presionar los botones luminosos.
Los rodillos giraron, en una procesión veloz e interminable de sandías, campanitas y cerezas, pero ella no los veía. Seguía con los ojos cerrados. Cerrados de fe. Cerrados de miedo.
Sus orejas desnudas (pues hacía ya tiempo que malvendió todos sus pendientes) se orientaban como antenas parabólicas hacia la bandeja, esperando escuchar el aplauso, el llanto del centenar de monedas, la risa de metal que hacía borbotear el alma.
Era ahora o nunca.
Ahora o nunca.
Ahora o nunca.
De repente, los rodillos se detuvieron en una combinación nunca antes vista. La máquina se convirtió en un concierto de músicas y luces.
Los oídos de Amanda seguían expectantes, ansiosos por escuchar la lluvia en la bandeja.
...
...
...
...
...
...
...
Pero en la máquina no aterrizó el diluvio deseado, sino una única moneda. Una moneda falsa, que ni siquiera fue capaz de sonar con el consuelo del metal.
Amanda abrió los ojos, untados en lágrimas.
La moneda de la bandeja relucía de una manera artificial, extraña. Tenía un color dorado que sólo se ve en las malas películas de piratas.
Desolada, Amanda extendió una mano hacia la bandeja, cogió la moneda, la examinó de cerca... El tacto era distinto. No era la fría caricia del metal.
Era de... plástico.
Enseguida advirtió Amanda que el plástico dorado era simplemente una envoltura. La retiró con cuidado, y sólo entonces, al ver el interior, se dio cuenta de lo evidente:
Una moneda de chocolate.
Ése había sido el regalo de la máquina.
Con dedos todavía temblorosos, Amanda se la llevó a la boca. El contacto del chocolate con su lengua le provocó un estremecimiento. Era dulce y amargo al mismo tiempo, y le hizo recordar a una mujer llamada Amanda, que se moría de hambre. Había estado tan atenta a los rugidos de su alma que había olvidado los rugidos de su estómago.
Se alejó de la máquina tragaperras como quien huye de un animal rabioso. Deambuló por las calles, desmayada de hambre, sin dinero ni amigos, buscando en las basuras cualquier cosa que llevarse a la boca.
Se consiguió saciar comiendo cosas que hasta los perros rechazaban, y ese mismo día decidió buscar un trabajo con que ganar dinero. Y juró que ese dinero le daría de comer a ella, y no a una máquina.
No consiguió encontrar trabajo.
La rechazaban en todas partes, por ser demasiado esto, o muy poco lo otro.
Volvió a encontrarse acurrucada en lo más miserable de sí misma, consciente de que el mundo no la necesitaba para nada.
Y resulta muy fácil reencontrar la perdición cuando uno siente que a nadie le importa que te pierdas o no. También resulta relativamente fácil encontrar una moneda en una acera. Y si después de encontrar esa moneda encuentras un casino en tu camino, es difícil negarse.
Amanda atravesó la puerta del casino, con una única moneda, y un centenar de máquinas ansiosas de tragarla. Un pasillo de máquinas salpicadas de luces y melodías insinuantes.
Amanda se detuvo en medio de ese pasillo, intentando decidir en cuál de todas ellas malgastar su moneda. Y fue entonces cuando oyó una melodía que no procedía de ninguna de las máquinas.
Era una voz de mujer. Una cantante.
Allí, al fondo de la sala, unos carteles anunciaban que el casino buscaba cantantes para los números musicales. Estaban haciendo pruebas a las aspirantes. Todas ellas tan jóvenes, tan frescas, tan ella misma en un ayer arcano...
No sé qué impulsó a Amanda a ponerse en la cola y esperar su turno para hacer la prueba. Un estremecimiento, un eco de los tiempos pasados, una de esas nostalgias tan intensas que sólo se pueden sentir por un fantasma...
La cola iba avanzando, al ritmo deprimente de los rechazos del jurado. Y Amanda se sentía cada vez más asquerosa. Escuchaba las potentes voces de sus contrincantes, sus cantos atractivos y armoniosos, trinos de ruiseñores, todavía refugiados en el nido, con ansias locas de comerse el mundo. Si el jurado las interrumpía a ellas con aquel gélido “Muchas gracias, ya le llamaremos”, ¿qué le dirían a ella? Le escupirían. La expulsarían a patadas del casino...
Cada cantante que precedía a Amanda la hacía sentir muchísimo más vieja, más cansada, impotente, incapaz de ofrecer nada... Cada rechazo del jurado dinamitaba su fe en el funcionamiento de este mundo. Y ustedes saben bien que no quedaba en ella mucha fe que poder dinamitar.
- Su turno
Las palabras resonaron secas, amotiguadas por las moquetas del casino. Amanda tardó unos segundos en darse cuenta de que iban dirigidas hacia ella.
Todos la miraban, por primera y única vez en muchos años. La miraban a ella. Justo ahora... cuando ya era demasiado tarde... cuando ya sólo le quedaba hiel y bilis que ofrecer...
Empezó a cantar, y su voz antaño dulce, hoy desgarradora, sonó con una tristeza infinita, con una desesperación conmovedora. Aquello sonaba a armónicas encontradas por un mendigo en la basura, a perros que exhalaban su canto de cisne al ser atropellados, a descarnado blues, si es que el blues puede ser de color negro en vez de azul. Las cuerdas vocales de Amanda vibraron como cuerdas de arpa a punto de romperse, arañadas por un gato callejero. En esa canción se vomitó todo lo que podía vomitarse. Un estremecimiento flotó como niebla invisible en el ambiente.
Nadie fue capaz de interrumpir a Amanda. Nadie fue capaz de sostener su mirada brillante, lacrimógena... Y la canción se terminó cuando acabó el aliento.
Amanda calló, alzó la mirada... Todos estaban clavados en el suelo, descompuestos. Ninguno aplaudió. Para aplaudir uno necesita ser sueño de sí mismo.
Pero todas las máquinas tragaperras aplaudieron por ellos. Todas hicieron llover sobre sus bandejas un llanto de monedas, como por arte de magia. Todas se desgañitaron en el aplauso de oro.
Y por primera vez en el casino, el brillo del oro eclipsó las engañosas luces de colores de las máquinas.
Fin.
Madrid. 28 de octubre de 2006.
EL PRÍNCIPE IMPORTUNO
El príncipe cabalgó hacia el castillo abandonado, rasgando los cabellos alborotados de la tormenta. Si hubiese desenvainado el brillo de su espada, le habrían confundido con un relámpago más.
Cuando el caballo se negó a continuar, siguió avanzando a pie, desgarrando su capa de satén entre las zarzas venenosas.
A través de la cortina de lluvia se intuían las ventanas del castillo, iluminadas ocasionalmente por el fuego del dragón.
De vez en cuando, los rugidos de la bestia atravesaban las ventanas, y al escucharlos, los truenos se daban cuenta de que aún les quedaba mucho que aprender.
Pocos hombres habían conseguido reunir el valor suficiente para enfrentarse a aquel dragón. El príncipe era el último de esos pocos. Los demás habían ido falleciendo en el intento.
Cuando el príncipe experimentaba estremecimientos demasiado sospechosos para atribuirlos al frío, se recordaba a sí mismo las razones que lo habían conducido hasta allí. Recordaba que la princesa estaba prisionera entre las garras del dragón. Recordaba que el objeto de la vida de los príncipes consiste en rescatar princesas. En enamorarse como un estúpido de ellas, y atravesar el corazón del maldito dragón, como prueba irrefutable de que Cupido había logrado atravesar el tuyo.
El príncipe llegó al castillo, cogió carrerilla para saltar el foso, sintió la adrenalina burbujeando entre sus venas, mientras volaba por el aire, y quedaba suspendido en la ventana, y recorría los pasillos interiores, resbalando a causa del musgo, escuchando los rugidos cada vez más cerca, derribando cada puerta con el temor de que la Muerte le hubiese preparado una fiesta sorpresa al otro lado.
Cuando el príncipe llegó a la última habitación del último piso de la última torre, vio el rojo resplandor de las llamas, y desenvainó el acero, preparado, resignado casi... a una confrontación inevitable.
Nadie podía haberle preparado para lo que aguardaba tras la puerta.
No eran rugidos los sonidos que emitía aquella bestia. Eran ronquidos. El dragón dormía en una esquina. Dormía como un bebé, hecho un ovillo encima de la alfombra. Una potente respiración le hinchaba y le deshinchaba el cuerpo como si fuera un globo. Y al compás de esa respiración, los géiseres de fuego amanecían de sus fosas nasales, como residuos de los más tiernos sueños.
El príncipe buscó a la princesa con la mirada. Atónito como estaba, tardó unos segundos en darse cuenta de que el dragón la estaba abrazando como si fuera un oso de peluche.
Aquel monstruo que había hecho gritar de terror a los más indolentes caballeros, y había asesinado a los cazadores más curtidos, no parecía tener ninguna intención de devorar a la princesa. Simplemente necesitaba abrazarla por las noches, para dormir mejor. Todos necesitamos algo que abrazar para espantar las pesadillas. Y cuando una fiera ha tenido que clavar sus dientes en tantos caballeros y caballos... cuando ha tenido que desgarrar tantas entrañas con sus uñas... las pesadillas hacen cola para ser espantadas, y la cola es tan larga que dura hasta el amanecer.
De repente, el príncipe sintió una pena infinita hacia el dragón.
Luego miró más atentamente a la princesa, y tuvo que reconocer a regañadientes que la muchacha no necesitaba que nadie la viniese a rescatar. La joven se acurrucaba bajo el ala del dragón, y dormía al compás de la respiración del monstruo. Tras sus párpados se intuía la misma paz que modulaba los sueños de la bestia.
Por alguna extraña razón, el príncipe sintió que estaba profanando algo sagrado, y tuvo la certeza de que el sueño de esos dos seres era más importante que el brillo sangriento de la gloria con la que pretendía barnizar su espada. Más importante incluso que el anillo de siete mil quilates que llevaba en el bolsillo, para intentar desposar a la princesa.
El príncipe se retiró sin hacer ruido. Se moría por besar a la princesa, pero se reprimió, por miedo a despertarla. Los besos son peligrosos en los cuentos, porque tienen la dichosa manía de romper cualquier hechizo.
Descendió por la escalera de la torre, arrastrando su espada por el suelo.
El puente levadizo imitó la tristeza del príncipe. Agachó lentamente su cabeza... y le invitó a salir.
En el exterior seguía lloviendo, y los truenos sonaban a estómagos vacíos.
Fin.
Madrid, a 20 de noviembre de 2006
Cuando el caballo se negó a continuar, siguió avanzando a pie, desgarrando su capa de satén entre las zarzas venenosas.
A través de la cortina de lluvia se intuían las ventanas del castillo, iluminadas ocasionalmente por el fuego del dragón.
De vez en cuando, los rugidos de la bestia atravesaban las ventanas, y al escucharlos, los truenos se daban cuenta de que aún les quedaba mucho que aprender.
Pocos hombres habían conseguido reunir el valor suficiente para enfrentarse a aquel dragón. El príncipe era el último de esos pocos. Los demás habían ido falleciendo en el intento.
Cuando el príncipe experimentaba estremecimientos demasiado sospechosos para atribuirlos al frío, se recordaba a sí mismo las razones que lo habían conducido hasta allí. Recordaba que la princesa estaba prisionera entre las garras del dragón. Recordaba que el objeto de la vida de los príncipes consiste en rescatar princesas. En enamorarse como un estúpido de ellas, y atravesar el corazón del maldito dragón, como prueba irrefutable de que Cupido había logrado atravesar el tuyo.
El príncipe llegó al castillo, cogió carrerilla para saltar el foso, sintió la adrenalina burbujeando entre sus venas, mientras volaba por el aire, y quedaba suspendido en la ventana, y recorría los pasillos interiores, resbalando a causa del musgo, escuchando los rugidos cada vez más cerca, derribando cada puerta con el temor de que la Muerte le hubiese preparado una fiesta sorpresa al otro lado.
Cuando el príncipe llegó a la última habitación del último piso de la última torre, vio el rojo resplandor de las llamas, y desenvainó el acero, preparado, resignado casi... a una confrontación inevitable.
Nadie podía haberle preparado para lo que aguardaba tras la puerta.
No eran rugidos los sonidos que emitía aquella bestia. Eran ronquidos. El dragón dormía en una esquina. Dormía como un bebé, hecho un ovillo encima de la alfombra. Una potente respiración le hinchaba y le deshinchaba el cuerpo como si fuera un globo. Y al compás de esa respiración, los géiseres de fuego amanecían de sus fosas nasales, como residuos de los más tiernos sueños.
El príncipe buscó a la princesa con la mirada. Atónito como estaba, tardó unos segundos en darse cuenta de que el dragón la estaba abrazando como si fuera un oso de peluche.
Aquel monstruo que había hecho gritar de terror a los más indolentes caballeros, y había asesinado a los cazadores más curtidos, no parecía tener ninguna intención de devorar a la princesa. Simplemente necesitaba abrazarla por las noches, para dormir mejor. Todos necesitamos algo que abrazar para espantar las pesadillas. Y cuando una fiera ha tenido que clavar sus dientes en tantos caballeros y caballos... cuando ha tenido que desgarrar tantas entrañas con sus uñas... las pesadillas hacen cola para ser espantadas, y la cola es tan larga que dura hasta el amanecer.
De repente, el príncipe sintió una pena infinita hacia el dragón.
Luego miró más atentamente a la princesa, y tuvo que reconocer a regañadientes que la muchacha no necesitaba que nadie la viniese a rescatar. La joven se acurrucaba bajo el ala del dragón, y dormía al compás de la respiración del monstruo. Tras sus párpados se intuía la misma paz que modulaba los sueños de la bestia.
Por alguna extraña razón, el príncipe sintió que estaba profanando algo sagrado, y tuvo la certeza de que el sueño de esos dos seres era más importante que el brillo sangriento de la gloria con la que pretendía barnizar su espada. Más importante incluso que el anillo de siete mil quilates que llevaba en el bolsillo, para intentar desposar a la princesa.
El príncipe se retiró sin hacer ruido. Se moría por besar a la princesa, pero se reprimió, por miedo a despertarla. Los besos son peligrosos en los cuentos, porque tienen la dichosa manía de romper cualquier hechizo.
Descendió por la escalera de la torre, arrastrando su espada por el suelo.
El puente levadizo imitó la tristeza del príncipe. Agachó lentamente su cabeza... y le invitó a salir.
En el exterior seguía lloviendo, y los truenos sonaban a estómagos vacíos.
Fin.
Madrid, a 20 de noviembre de 2006
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