lunes, 16 de marzo de 2009

CÁSCARA DE PLÁTANO



Su casa estaba a quince metros de las vías y cada vez que un tren pasaba, el mundo entero se ponía a temblar como si hubiese decidido terminar apresuradamente. Los vasos vibraban en los estantes de la cocina, los tornillos crepitaban en paredes y muebles y eran rumor de fondo de ese otro ruido, esa sinfonía desquiciada de traqueteo, chirrido estropajoso, alarido metálico inventado para llenar todos los huecos y sepultar con su alud de decibelios el tímido murmullo de la tele.

Nadie en su sano juicio elige un sitio así para vivir. La gente que habita junto a la vía del tren tiene vida de tren; vida sin fuerzas para tomar sus propias riendas; la clase de existencia que, siguiendo una ruta prefijada, desemboca en todo aquello que no hemos invitado a formar parte de ella.

Márquez no era una excepción a la regla. Esa sucesión de condicionantes que algunos se empeñan en llamar Destino le había hecho encallar en aquel piso, herencia de una abuela recién incinerada.

La situación económica de Márquez era más bien precaria. Por más que le jodiese, aquellas vías de tren y aquellos quince metros que las separaban del salón no eran razón de peso para desdeñar una vivienda gratis. Los músicos mediocres suelen ganar cantidades mediocres de dinero y hay que decir que “Márquez, Mediocridad y Música” fueron siempre tres emes indisolublemente unidas.

Es difícil ser buen músico cuando ni siquiera te gusta la música, y tal era el caso de nuestro amigo Márquez. También en ese ámbito había prosperado más por inercia que por propia decisión. Se matriculó en la escuela de solfeo con poco más de trece años para coincidir con esa chica que sembraba mariposas en sus tripas. A los pocos días la muchacha en cuestión decidió preferirle como amigo, y Márquez aceptó la situación sin rechistar. Meses después la “amiga” había desaparecido de su vida, pero el solfeo se había instalado cómodamente en ella. Márquez tenía facilidad para la música. Se sacó la carrera de año en año, sin demasiado esfuerzo. Aunque nunca derramó una sola gota de corazón en lo que componía. Las líneas del pentagrama se le antojaban rejas, y en ellas encarcelaba un do, re, mi, fa, sol que se arrastraba por las teclas del piano con cadencia plomiza, matemática.

Y si bien esa actitud jamás convertiría a Márquez en el nuevo Richard Wagner, él nunca quiso ser el nuevo nada. Se sentía más cómodo malviviendo de trabajos sucios que no interesan ni a musas ni a melómanos. La mitad de las veces llegaba a fin de mes poniendo notas musicales en historietas de dibujos animados. De ésas que tratan a los niños como si fueran gilipollas y los acaban convirtiendo en la clase de gilipollas que todos solemos ser cuando crecemos.

Era una vida cómoda, de eso no cabía duda. Hasta que los trenes irrumpieron en ella.

A Márquez nunca le sobró paciencia. Durante la primera semana se le desquiciaron los nervios varias veces al día con cada retahíla de vagones, con cada terremoto en miniatura, con cada apocalipsis de juguete. No obstante a todo se acostumbra uno. A las pocas semanas el músico acogía la visita de los trenes anestesiado por algún tipo de resignación estéril, con el oído ya entrenado para diferenciar a unos cabrones de otros. Estaban los trenes cortos que tardaban menos de diez segundos en pasar, otros daban la sensación de no terminar nunca, algunos transcurrían con algo que pretendía ser sigilo y otros… Otros sencillamente no.

Y aunque Márquez no se diera cuenta de ello, el paso de los trenes se empezó a convertir en un metrónomo que gobernaba su existencia. El tren de las seis de la mañana era su despertador. Luego remoloneaba entre las sábanas hasta el tren de las siete menos cuarto, y si el de las siete treinta y ocho le pillaba ya en la ducha eso era señal de que el día no le había tomado aún la delantera. El intervalo comprendido entre ocho diez y nueve menos cuarto era para mirar el mail y dedicarse a intrascendencias. Hacer tiempo. Porque justo después de eso, entre nueve menos cuarto y quince veinte, casi todos los trenes eran de pasajeros, mucho menos ruidosos que los de mercancías, y eso permitía a Márquez componer sin demasiadas distracciones. Siempre aprovechaba esa tregua hasta el último minuto, aunque implicase almorzar poco, tarde y mal.

Y la influencia de los trenes no terminaba ahí. También decidían ellos qué programas de la tele podían verse, y decidían la hora de la siesta y la de las conversaciones telefónicas. El lamento del metal contra el metal condicionándolo todo. Un persistente rumor de fondo que Márquez acabó ignorando, olvidando incluso… pero que siempre estaba ahí, arañazo subliminal de uña en pizarra, sopa de nervios cocinada a fuego lento.

Y un día llegó el gorila de la isla desierta, y Márquez fue consciente de hasta qué punto aquellos trenes le jodían la vida.

Era un encargo como cualquier otro, pero se le atragantó desde el primer momento. Por alguna extraña razón no conseguía parir una melodía decente para aquel estúpido dibujo animado. La simpleza del argumento rozaba la subnormalidad. Una isla desierta muy pequeña. Tan pequeña que sólo cabían en ella la platanera y el gorila. En el suelo, junto al tronco del árbol, una cáscara de plátano. El gorila daba vueltas alrededor de la dichosa platanera, pisaba sin querer la cáscara de plátano, resbalaba, caía al suelo, se volvía a levantar, seguía andando en círculos alrededor del árbol, volvía a pisar la cáscara de plátano, volvía a resbalar, volvía a levantarse, seguía andando en círculos. Y todo el rato así. Un bucle absurdo y agobiante que nunca conducía a ningún sitio.

¿Qué impedía a Márquez ensamblar aquellas notas musicales? ¿Se sentía demasiado estúpido? ¿Acaso incómodo? ¿Desconcertado? ¿Claustrofóbico? Ni siquiera él tenía la respuesta a esa pregunta. Lo que sí tenía claro era que, desde luego, los puñeteros trenes no ayudaban. Allí estaban los muy hijos de puta, siempre irrumpiendo en el instante menos oportuno. Casi parecían saber cuál era el momento justo en que tenían que pasar para romper la concentración de Márquez y reducir a añicos el hechizo y robarle esa nota que estaba a punto de aflorar en lo más hondo de un silencio recién asesinado.

La idea le vino de forma repentina. Explotó en su cabeza como una primavera de cristal. Era de noche. Márquez observaba el vídeo del gorila una y otra vez. Intentaba asimilar el ritmo de la escena. Círculo, plátano, caída, círculo, plátano, caída. Por fin vislumbraba algún tipo de musicalidad en toda esa locura, ya casi lo tenía, ya casi lo rozaba con la punta de los dedos. Y entonces pasó el tren, arrasando con todo, como las veces anteriores, obligando al músico a regresar al punto de partida. “Ojalá descarrilase”, pensó Márquez. “Ojalá se resbalase como el puto gorila, y me dejase en paz”. Fue un pensamiento sin posibilidad de vuelta atrás. Márquez se levantó de la silla y caminó como un sonámbulo hacia la cocina. En el cuenco de la fruta quedaban todavía un par de plátanos. Cogió el más grande y lo despellejó mientras se dirigía a la ventana, mientras la abría, mientras arrojaba a través de ella la cáscara de plátano con fuerza suficiente para llegar hasta las vías. Allí quedó la piel de plátano, desparramada a escasos centímetros del raíl, como una estrella de mar enferma, mutilada, peligrosamente amarilla a la luz de las farolas.

Márquez sabía que una cáscara de plátano no descarrila un tren. Pero daba igual. Se comió aquella banana en cinco o seis bocados, sin apartar la vista de la resbaladiza declaración de intenciones que acababa de plantar entre las vías.

Ningún plátano le supo jamás tan bien a un hombre.

No ocurrieron milagros. Ni volcaron los trenes, ni ayudaron las musas a nuestro amigo Márquez. Pasaban los días y el video del gorila seguía sin tener música a juego. No era normal que Márquez se retrasase tanto, y el cliente empezaba a perder la compostura. Pero, ¿qué podía responder el músico ante la insistencia del cliente? ¿Que la culpa era del tren de las diez de la mañana? ¿Que cada vez que una idea estaba a punto de materializarse aparecía un ferrocarril para llevársela lo más lejos posible?

El único consuelo que Márquez se podía permitir eran las cáscaras de plátano. Todos los días compraba un racimo en la frutería de la esquina. Devoraba aquel consuelo fálico del mismo modo que otros devoran cigarrillos. Y siempre arrojaba la cáscara a las vías. Su puntería mejoraba intento tras intento, y a veces conseguía que el proyectil aterrizase en los mismísimos raíles. Cada vez que eso ocurría, el rincón más oscuro de su alma se estremecía de puro regocijo… y disfrutaba pensando en la posibilidad de que la cáscara de plátano funcionase. Ganarle la batalla al puto tren. Cazar a la jodida bestia y doblegarla y lograr que por una puta vez algo aprenda a escaparse de sus vías.

No obstante, los trenes pulverizaban a su paso toda esa palabrería barata. Las cáscaras de plátano acababan trituradas bajo el peso de las ruedas, si la velocidad del tren no las echaba a un lado con su escudo de viento. De ese modo se iban acumulando las pieles de los plátanos en las inmediaciones de la vía. Decenas y decenas de ellas, infestando aquel tramo del camino con un sarampión amarillento.

Y entonces, sin previo aviso, llegó la noche de la pesadilla.

Márquez se revolvía en la cama. Soñaba que un gorila se colaba en casa y se dirigía a la nevera. Soñaba que en el suelo de la cocina había una piel de plátano. Soñaba que el gorila la pisaba, y resbalaba, y se desmoronaba, y tiraba a su paso sartenes, y cazuelas, y tenedores, y cuchillos, y cataclismos de hojalata amenazando con destrozar el mundo, y fuegos artificiales afilados que restallaban en la noche sin ánimo de celebrar nada agradable. Y gritos y sirenas y sangre y polvo y humo.

Tardó varios minutos en despertar y comprobar que todos esos ruidos eran reales. Saltó de la cama con el pijama embadurnado en sudor frío, atravesó el pasillo a toda prisa y se asomó a la ventana sin querer encontrarse lo que sabía de antemano que le estaba esperando al otro lado. La bestia malherida, vagones desparramados por doquier, porciones de serpiente moribunda volcadas en el borde del camino. Viajeros agonizantes, contorsionados en poses imposibles, con pieles calcinadas, hemorragias, cristales rotos centelleando por doquier como cuentas macabras de un collar maldito.

Y Márquez asistiendo a todo ello desde su palco de honor.

Mientras oía los gritos, mientras veía a los voluntarios transportar camillas desde el Infierno a la ambulancia, de la ambulancia hasta el Infierno, Márquez sintió una bofetada helada que lo despertó definitivamente de su sueño…

… y le hizo darse cuenta de que los trenes malheridos tienen la incómoda costumbre de sangrar personas.

"Es una coincidencia. Sólo eso. Una estúpida y triste coincidencia", se decía Márquez un par de horas más tarde, cuando el eco de los gritos regresaba para sabotear su sueño. "No han sido los plátanos, imbécil. ¡Tú no tienes la culpa! Ninguna piel de plátano puede poner la zancadilla a un tren. Sería ridículo." Pero el remordimiento le corroía las entrañas cada vez que se asomaba a la ventana y contemplaba la fúnebre labor de los bomberos bajo la intermitente luz de las sirenas.

Asaltó la nevera con el firme propósito de ahogarse en varios litros de cerveza. Quería anestesiarse los oídos, cerrar sus tímpanos por duelo, a cal y canto, y no escuchar el crepitar del fuego, el chirriar de los escombros, el chapuzón de los cadáveres en las bolsas de plástico como un réquiem definitivo, opaco, rematado por esa cremallera que rasga cuesta arriba y que destripa en dirección contraria.

“No ha sido culpa tuya. Son solamente cáscaras de plátano”.

Pero entonces, ¿por qué aguardó a que todos se marchasen y salió a la intemperie a llenar una bolsa de basura? ¿Por qué traspasó los precintos y recorrió la escena del siniestro sin apartar la vista de las vías? ¿Por qué fue recogiendo, una por una, todas las cáscaras de plátano que le salían al paso?

Las pieles de plátano no tenían nada que ver con el accidente ferroviario. ¡Seguro! Pero a Márquez no le hacía demasiada gracia que algún investigador de pacotilla se topase con huellas dactilares en la piel amarilla de la fruta y llegase alguna conclusión precipitada. No se perdía nada por quitar aquellas cáscaras de en medio. No se perdía nada por quemarlas y verlas transformadas en ceniza muda. Los investigadores del suceso lo agradecerían. Una pista falsa menos con la que malgastar el tiempo.

Estas mentiras y otras bastante más curradas se susurraba Márquez al oído al par que registraba los raíles con una minuciosidad obsesiva. Escaneó cada centímetro cuadrado. Cada vez que algo brillaba en el suelo Márquez se agachaba a comprobarlo. Si era una cáscara de plátano iba directa a la bolsa de basura. Pero la mayoría de las veces no eran cáscaras, sino dientes humanos, excrementos, trozos de ropa, vísceras, llaveros, carnets de identidad, chocolatinas, cordones de zapatos… Fragmentos de una galería del horror que al día siguiente alguien recogería con pinzas y guardaría en bolsitas transparentes y primorosamente etiquetadas.

Pero entre todas esas cosas Márquez halló un tesoro que cambiaría su vida para siempre.

Un apéndice amarillento sobresalía entre los matorrales. En un primer momento el músico lo confundió con uno de sus plátanos, pero cuando tiró de él para cogerlo descubrió que estaba asiendo la punta de un iceberg de trapo. Poco a poco se disipó la polvareda y Márquez tenía entre las manos un saco deshilachado en el que se leía a duras penas el logotipo de Correos. Abrió el saco, tosió, lagrimeó, escrutó el contenido. Cartas. Un centenar de cartas que no habían podido llegar a sus destinatarios porque el tren que las llevaba había resbalado de la manera más estúpida.

Por alguna extraña razón aquellos sobres polvorientos despertaron un sentimiento de responsabilidad en Márquez. Se los llevó al apartamento y decidió que al día siguiente mandaría a tomar por culo al gorila, a la isla desierta, a la maldita platanera y a todos los dibujos animados del planeta. Preparó la maleta sin saber qué echar en ella exactamente. Aún no sabía cuánto tiempo iba a durar el viaje. Días, semanas, meses, quizá años. El tiempo suficiente para entregar todas aquellas cartas a las personas que las estaban esperando.

Aquella noche Márquez descarriló, y descubrió que le gustaba.

Continuará…


4 comentarios:

Rubentxo dijo...

Por fin lo leí.
Hay detalles que me han gustado mucho, como lo de las tres emes y el juego entre el dibujo animado del mono y las cáscaras del plátano.
Y lo del solfeo y el amor... Yo me matriculé en una escuela de educandos cuando tenía 13 ó 14 años porque una chica de mi edad (por la que yo sentía uno de esos extraños amores preadolescentes) prácticamente me obligó a hacerlo... Ella se dejó la banda de música (clarinete) y, ahora, 14 años después, yo sigo dándole a la trompeta... Qué cosas...
Me encantó el giro de las cartas pero... ¡¡¡¡no puedes dejarnos así!!!! No quiero meterte presión pero ¡¡¡acábalo!!! Jejeje.
Ánimo con ese resfriado. Vivir en el norte y al lado del mar debe de ser horrible para los virus... Maldita humedad.
Saludos.

Juanjo Ramírez dijo...

Gracias, Rubentxo!

¡Qué curiosa la coincidencia con lo de tu amor preadolescente! Me encantan esas sincronicidades!

Ahora mismo estoy con otro relato (si los virus me lo permiten quizá lo termine esta misma noche). Después de ése, intentaré ponerme con la continuación de las cáscaras de plátano.

Un abrazo!

Esther Arias dijo...

No me esperaba para nada ese final, yo también quiero una segunda parte.
Me encanta como escribes, tienes una forma de expresarte única.
Un saludo

Juanjo Ramírez dijo...

Cielos, Mayling, gracias!

Tú sí que sabes dar ánimos! A ver si los utilizo para escribir de una vez la continuación.

Saludos y gracias de nuevo!