Ziro perdió a su madre tres días después de cumplir los once años.
No lloró cuando aquel maestro lo sacó de clase para comunicarle la noticia, ni lloró en el velatorio, paisaje de cuervos y flores en descomposición perpetua.
No mojó con sus lágrimas el maquillaje exagerado del cadáver, ni perdió la compostura en el entierro.
Cuando uno recibe un golpe fuerte, hay un largo período de anestesia que precede al dolor. Y la Muerte golpea con más fuerza que nadie.
Las lágrimas llegaron días después, cuando el padre de Ziro convocó a su hijo en el salón para hacerle un regalo.
El niño miró el objeto que asomaba entre los dedos de papá. Era brillante, pero con esa manera de brillar triste y barata; ese brillo que nació para ser custodiado por hurracas en vez de por dragones.
Ziro cogió aquella cosa con recelo. Parecía un monstruo en miniatura. Un insecto agresivo con fauces de metal, diseñadas para cercenar la magia.
- Toma, Ziro – dijo el padre -. Es un cortauñas. Sirve para cortar las uñas, como su propio nombre indica. Ha llegado el momento de que aprendas a usarlo, porque mamá no te podrá cortar las uñas a partir de ahora.
Ése fue el momento en que Ziro rompió a llorar, con aquella cosa fría entre las manos.
Su padre le abrazó, y lo apretó contra su cuerpo con fuerza. En parte para reconfortar a su hijo con un poco de calor. En parte para ocultar que también en sus ojos había lágrimas.
**
Ziro guardó el cortauñas en el cajón de su escritorio.
Postponía el momento de estrenarlo, noche tras noche, hasta que sus uñas crecieron demasiado, y fue imposible negar la realidad.
Era una noche fría, o al menos Ziro sintió más frío que nunca, sentado en el borde de su cama. El cortauñas temblaba en su mano mientras lo acercaba lentamente hacia los dedos.
Cuando la palanca de aquel aparato infernal pusiese en marcha las mandíbulas de acero, serían amputadas tantas cosas... se guillotinarían tantos duendes...
La palanca descendió, y mientras Ziro la presionaba con la indecisión de los novatos, pidió a Dios alguna explicación. Dios prestó su voz a la boca del cortauñas, y simplemente dijo:
CLACK
El trozo de uña se despeñó por el borde de la cama, y era una media luna fosilizada, una tosca guadaña, torpemente esculpida en algún rincón del Paleolítico, en épocas glaciares que nunca conocieron el calor del fuego.
Ziro sintió un dolor desagradable en el dedo, y eso le hizo recordar lo fáciles y hermosas que se desprendían aquellas medias lunas cuando mamá las recortaba con sus minúsculas tijeras. Haciendo equilibrios entre el recuerdo de ayer y el dolor de hoy, el niño no pudo evitar sentirse terriblemente solo. Y era una soledad distinta. Una soledad que no había conocido anteriormente, a lo largo de sus once años de vida.
Cuando la décima y última uña aterrizó en el suelo, el artilugio giró entre los dedos y reflejó un brillo procedente de la lámpara. Heridos por aquel destello, los ojos del muchacho experimentaron un extraño espejismo. Algo similar a dos brazos. Dos brazos viscosos que surgían de debajo de la cama, que recogían algo en las baldosas del suelo, y volvían a perderse en la oscuridad, al otro lado de las faldas de la colcha.
Ziro sufrió un sobresalto. El cortauñas abandonó su mano y tintineó en el suelo.
El niño se agachó, ansioso por encontrar y recoger aquellas diez reliquias que acababa de arrancarse de los dedos.
No estaban allí. Habían desaparecido. Se habían ido.
Las diez.
Ziro levantó las faldas de la colcha, y tanteó las tinieblas de debajo de la cama, esperando el sucio y afilado saludo de sus uñas.
Pero debajo de la cama no había uñas. Había polvo, juguetes olvidados, calcetines heridos de agujeros, insectos vivos comiendo insectos muertos... Pero ni un solo rastro de las uñas.
Se habían perdido. La oscuridad se las había tragado.
Ésa fue la segunda vez que lloró Ziro. En lo más hondo de aquella noche helada y silenciosa.
- ¡Devuélveme mis uñas! – gritaba el pobre niño -. ¡Devuélvemelas! ¡Quiero mis uñas! ¡Son mías, me las has robado! ¡Devuélveme mis uñas!
Al otro lado del pasillo, el padre de Ziro fingió que los llantos no le habían despertado, porque nadie le había enseñado a consolar a un niño con las palabras adecuadas... Porque no se atrevía a abandonar el refugio de las mantas en una noche tan fría como aquélla.
Madrid
A 10 de diciembre de 2006
No lloró cuando aquel maestro lo sacó de clase para comunicarle la noticia, ni lloró en el velatorio, paisaje de cuervos y flores en descomposición perpetua.
No mojó con sus lágrimas el maquillaje exagerado del cadáver, ni perdió la compostura en el entierro.
Cuando uno recibe un golpe fuerte, hay un largo período de anestesia que precede al dolor. Y la Muerte golpea con más fuerza que nadie.
Las lágrimas llegaron días después, cuando el padre de Ziro convocó a su hijo en el salón para hacerle un regalo.
El niño miró el objeto que asomaba entre los dedos de papá. Era brillante, pero con esa manera de brillar triste y barata; ese brillo que nació para ser custodiado por hurracas en vez de por dragones.
Ziro cogió aquella cosa con recelo. Parecía un monstruo en miniatura. Un insecto agresivo con fauces de metal, diseñadas para cercenar la magia.
- Toma, Ziro – dijo el padre -. Es un cortauñas. Sirve para cortar las uñas, como su propio nombre indica. Ha llegado el momento de que aprendas a usarlo, porque mamá no te podrá cortar las uñas a partir de ahora.
Ése fue el momento en que Ziro rompió a llorar, con aquella cosa fría entre las manos.
Su padre le abrazó, y lo apretó contra su cuerpo con fuerza. En parte para reconfortar a su hijo con un poco de calor. En parte para ocultar que también en sus ojos había lágrimas.
**
Ziro guardó el cortauñas en el cajón de su escritorio.
Postponía el momento de estrenarlo, noche tras noche, hasta que sus uñas crecieron demasiado, y fue imposible negar la realidad.
Era una noche fría, o al menos Ziro sintió más frío que nunca, sentado en el borde de su cama. El cortauñas temblaba en su mano mientras lo acercaba lentamente hacia los dedos.
Cuando la palanca de aquel aparato infernal pusiese en marcha las mandíbulas de acero, serían amputadas tantas cosas... se guillotinarían tantos duendes...
La palanca descendió, y mientras Ziro la presionaba con la indecisión de los novatos, pidió a Dios alguna explicación. Dios prestó su voz a la boca del cortauñas, y simplemente dijo:
CLACK
El trozo de uña se despeñó por el borde de la cama, y era una media luna fosilizada, una tosca guadaña, torpemente esculpida en algún rincón del Paleolítico, en épocas glaciares que nunca conocieron el calor del fuego.
Ziro sintió un dolor desagradable en el dedo, y eso le hizo recordar lo fáciles y hermosas que se desprendían aquellas medias lunas cuando mamá las recortaba con sus minúsculas tijeras. Haciendo equilibrios entre el recuerdo de ayer y el dolor de hoy, el niño no pudo evitar sentirse terriblemente solo. Y era una soledad distinta. Una soledad que no había conocido anteriormente, a lo largo de sus once años de vida.
Cuando la décima y última uña aterrizó en el suelo, el artilugio giró entre los dedos y reflejó un brillo procedente de la lámpara. Heridos por aquel destello, los ojos del muchacho experimentaron un extraño espejismo. Algo similar a dos brazos. Dos brazos viscosos que surgían de debajo de la cama, que recogían algo en las baldosas del suelo, y volvían a perderse en la oscuridad, al otro lado de las faldas de la colcha.
Ziro sufrió un sobresalto. El cortauñas abandonó su mano y tintineó en el suelo.
El niño se agachó, ansioso por encontrar y recoger aquellas diez reliquias que acababa de arrancarse de los dedos.
No estaban allí. Habían desaparecido. Se habían ido.
Las diez.
Ziro levantó las faldas de la colcha, y tanteó las tinieblas de debajo de la cama, esperando el sucio y afilado saludo de sus uñas.
Pero debajo de la cama no había uñas. Había polvo, juguetes olvidados, calcetines heridos de agujeros, insectos vivos comiendo insectos muertos... Pero ni un solo rastro de las uñas.
Se habían perdido. La oscuridad se las había tragado.
Ésa fue la segunda vez que lloró Ziro. En lo más hondo de aquella noche helada y silenciosa.
- ¡Devuélveme mis uñas! – gritaba el pobre niño -. ¡Devuélvemelas! ¡Quiero mis uñas! ¡Son mías, me las has robado! ¡Devuélveme mis uñas!
Al otro lado del pasillo, el padre de Ziro fingió que los llantos no le habían despertado, porque nadie le había enseñado a consolar a un niño con las palabras adecuadas... Porque no se atrevía a abandonar el refugio de las mantas en una noche tan fría como aquélla.
Madrid
A 10 de diciembre de 2006
3 comentarios:
Que maravilla de texto, la verdad es que es así son esas pequeñas tonterías las que luego echamos de menos y nos hacen sentir más solos.
Un saludo
Muchas gracias, Mayling!
Le tengo mucho cariño a este relato, que suele pasar más desapercibido (si cabe) que otros. Ayer mismo me acordaba de él, no sé por qué, y hoy escribes tú trayéndomelo de nuevo al presente.
Un saludo!
Publicar un comentario