Abel conoció a Elvira en un sueño.
No podía ser de otro modo, porque mujeres como Elvira sólo tienen asilo político en los sueños. Si una belleza así fuese tangible, el mundo real cerraría su puño en torno a ella, intentaría atraparla, y la poesía moriría pulverizada como un copo de avena.
Los labios de Elvira estaban hechos con la piel de la manzana prohibida. Provocadores, entreabiertos, dolorosamente rojos, como untados en la sangre de un animal sagrado.
Los labios de Elvira eran la invitación a un beso, y el beso era la invitación hacia un veneno que lo curaba todo.
Los labios de Elvira eran el colchón de terciopelo en el que aterrizan los suicidas, y cuando Abel los humedeció con su saliva, sintió cómo la carne se entreabría, con movimientos lentos, sinuosos... como de pétalos de una flor carnívora.
La lengua de Abel se deslizó hacia el interior, escaló una muralla hecha de perlas, aterrizó en el seno de otra lengua, la despertó, se revolcó con ella... y de pronto el instinto más primario del soñador Abel se encontró inmerso en un laberinto de oscuridad y carne. Su lengua doblaba esquinas peligrosas. Era consciente de que cada beso le hacía perderse más y más en las tinieblas de Elvira. Era consciente de que la salida quedaba cada vez más lejos, más parecida a un recuerdo indefinido. Era consciente de que tal vez se estaba perdiendo para siempre, de que quizá se estaba condenando de por vida, convirtiéndose en prisionero, obligado inquilino vitalicio de aquella mazmorra irresistible...
Abel llegó al corazón del laberinto, y una voz dulce susurró en su oído:
“Has encontrado el tesoro. Es para ti. Te aguarda en el interior del agujero”.
Y el agujero se insinuaba entre los pies de Abel. Una herida de oscuridad entre la carne rosa.
Él se agachó. Introdujo la mano en el agujero, poco a poco. El agujero le estranguló los huesos con un abrazo de anaconda, pero le permitió avanzar, hacia el fondo, a través de un sendero de humedad viscosa.
“Ya casi estás”, le susurró la voz. “Lo tienes muy, muy cerca. Es casi tuyo”.
Y entonces sintió Abel el frío de un metal deslizándose en su piel, estremeciéndola... Cuando sacó la mano, un destello hirió la oscuridad. Un destello que surgía de su propio dedo anular. Era un anillo.
“Enhorabuena. Ya es tuyo mi tesoro. Y tú eres mío.”
Abel abrió los ojos.
Las sábanas se desparramaban por su cuerpo similares a la piel de un animal, y él las recorrió con la vista, a través de una persiana de legañas.
Cuando llegó a su mano izquierda, sintió en el pecho una inevitable opresión. El anillo seguía allí, colonizando sus falanges con un brillo terrible, avaricioso...
Abel tiró de la alianza con violencia, para arrancarla de su dedo cuanto antes. Lo consiguió, pero al hacerlo, sintió de pronto un vacío insoportable. Como si se hubiese arrancado un trozo de su ser con ese anillo.
Se lo volvió a poner, y se sintió abrazado, comprendido... Con una sensación maravillosa que nunca había sentido. La sensación de encajar en algún sitio, pertenecer a algún lugar concreto...
Elvira...
Recordó el nombre, y pronunciarlo invocó un panal de insectos en su estómago.
Aquella mañana, en el trabajo, Abel estuvo atento a las miradas de envidia de sus compañeros. Pero no las hubo. Ninguno desviaba los ojos hacia el dedo de Abel, porque ninguno parecía advertir la presencia de su anillo.
Abel sintió el temor de haberse vuelto loco, pero la locura siempre viene acompañada de una implacable lógica: “Me he enamorado de una mujer imaginaria. Es normal que nuestra alianza sea invisible”.
Pero “invisible” no significa “inexistente”. Algo, en efecto, había cambiado. Algo muy dentro de nuestro amigo Abel. Inspiraba una confianza tan serena, irradiaba una seguridad tan envidiable, lucía una sonrisa tan idiota...
Aquella noche, tras el alunizaje en la almohada, se durmió con un “Elvira” suspirado entre sueños. Y los sueños fueron una montaña rusa que lo llevaba hacia su amada.
Despertó a la mañana siguiente, y sus ojos se dirigieron instintivamente hacia el anillo. Necesitaba comprobar que seguía ahí. Imaginario o no, era la prueba de que algo pervivía más allá de la frontera de lo onírico.
Alivio. Suspiro. Sonrisa relajada. El anillo seguía brillando en su lugar.
Pero el alivio dio paso a una leve sombra de preocupación, pues notó Abel que le apretaba más el dedo. Tal vez su carne había engordado por la noche, o quizás el anillo había encogido...
No le dio demasiada importancia al asunto, hasta que, a la mañana siguiente, se despertó dolorido, sintiendo que el anillo le apretaba todavía más.
Intentó sacárselo, aunque sólo fuese un momentito. Imposible. Definitivamente, había encogido. Estaba tan incrustado en el anular de Abel, que tirar hacia arriba equivaldría a desgarrar la piel.
Aquella mañana, nuestro amigo no se pudo concentrar en el trabajo. Consultó a sus compañeros, y ninguno le apreciaba nada raro en el dedo. Pero el dolor estaba ahí, amenazando con gangrenar la carne prisionera.
Llegó la hora de dormir, y el “Elvira” que atravesó los labios del desquiciado Abel sonó como una súplica patética. No pudo soñar con nadie aquella noche. El anillo le apretaba demasiado. Casi podía sentir el frío del metal mordiendo el hueso.
Se lo intentó sacar de nuevo. Tiró con todas sus fuerzas, desencajando huesos y tendones, haciendo manar sangre. Todo inútil.
El anillo encogía de una manera imperceptible, pero imparable. El dolor creció como una mala hierba, adueñándose de los cien mil resquicios de aquella madrugada, hora tras hora... y en una de esas horas llegó lo inevitable. El brillo del cuchillo, el llanto hueco de los huesos rotos, la sangre a borbotones, dibujando un test de Roschard en el blanco mostrador de la cocina.
El dedo chapoteó en el charco rojo.
El anillo rodó hacia las tinieblas, a reencontrarlas, a disolverse en ellas...
Abel se desmayó. Su cuerpo un lienzo pálido. Derramando su esencia poco a poco, como una botella de vino, descorchada, volcada al borde de ese precipicio que separa las cosas de la Nada.
Mientras Abel perdía el consciencia, sus labios desteñidos dibujaron un nombre en el silencio:
Elvira...
Fin. Madrid, a 25 de octubre de 2006.
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