domingo, 22 de abril de 2007

LA MUJER DEL TITIRITERO SE ROMPIÓ

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La mujer del titiritero se rompió.

La fiebre la rozó con demasiada fuerza y le prendió fuego igual que a una cabeza de cerilla.

Cuando la cerilla amenazaba con incendiar el mundo entero, el aliento de la muerte sopló para apagarla... y tan sólo quedó un poco de humo, subiendo en espirales hacia el cielo.

La incineradora completó el trabajo que la fiebre no pudo terminar.

La mujer del titiritero se convirtió en cenizas.

Pero el desconsolado esposo no podía soportar que los recuerdos más importantes de su vida cupiesen en el vientre de un jarrón. Necesitaba salvar algo, que no se redujese todo a polvo que se reencuentra con el polvo.

Aguardó a que el velorio se quedase vacío. Abrió la tapa del ataúd. Apartó flores húmedas. Apartó crespón blanco. Besó labios lacrados para siempre. Extrajo las tijeras del bolsillo...

Regresó a casa con un mechón de pelo. El pelo de una muerta. El larguísimo pelo de su difunta esposa.

El titiritero no tenía demasiado claro lo que pensaba hacer con ese manojo de cabellos. Empezó a descubrirlo conforme sacaba sus herramientas, conforme tallaba la madera.

Ningún trozo de leña fue tallado jamás con tanto amor. Ningún martillazo se ha parecido tanto a un beso. Ningún cuchillo acarició tan suavemente aquello que rompía.

Conforme el titiritero cortaba, martilleaba, moldeaba... una capa de serrín lo cubría todo.

Cuando las manos del viudo apartaron el serrín, se estremecieron al tocar el rostro que habían esculpido. Era ella. Exactamente igual. Igual de bella. Igual de inerte. Igual de pálida.

Cuando la marioneta estuvo terminada, nuestro amigo le pegó en la cabeza los cabellos de su amada. Fue la guinda del pastel. El único peldaño que faltaba para convertir algo hermoso en algo mágico, si es que en verdad existió alguna vez la diferencia entre lo mágico y lo hermoso.

El titiritero se agachó sobre su creación. Le puso un beso en los labios, una caricia debajo del vestido, una lágrima brillando en cada ojo. Luego se incorporó y vio en la mesa los últimos cinco cabellos de su difunta esposa. Los únicos cinco que habían sobrado. Entonces lo tuvo claro. Recogió esos cinco pelos sabiendo que ya tenía los hilos para manejar la marioneta.

Un pelo atado al brazo derecho.

Un pelo atado al brazo izquierdo.

Un pelo a cada pie.

Un pelo en la cabeza...

El titiritero sintió un cosquilleo espeluznante cuando tiró por primera vez de aquellos hilos. Se le encogió el corazón cuando vio a la muñeca levantarse. Un fantasma despertando de la tumba, apartando las sábanas de piedra, desperezándose contra natura, desafiando con cada movimiento las leyes que se escriben en el libro de lodo. Extremidades gobernadas por cinco hilos que habían escapado de la madeja de las parcas, en vete a saber qué trágico descuido.

Él sabía que cada títere invoca sus propios movimientos. Sólo hay que saber dejarse llevar, fluir con el muñeco, permitir que la marioneta descubra su carácter hasta que el marionetista se convierta en mero intermediario, hasta que resulta difícil saber si la fuerza que tira de los hilos lo hace hacia arriba o hacia abajo.

Y la muñeca resurrecta encontró muy pronto los sentimientos que habían de llenarla, y los movimientos que debían gobernarla.

El titiritero se limitó a obedecer, aunque lo cierto es que había esperado algo muchísimo más dulce. No deseaba tirar con tanta violencia de los hilos, pero algo susurraba dentro de él y le impedía hacerlo de otra forma. Por eso la marioneta se revolcaba por el suelo, se retorcía, se arrastraba, se llevaba las manos a la cara, intentando arrancarse las mejillas.

La muñeca se consumía en una fiebre imaginaria, él tiraba con impotencia de los terribles hilos, contribuyendo a ello.

“Me quemo por dentro”, decía la marioneta en su idioma de convulsiones silenciosas, corriendo hacia la cocina, enredándose el vestido entre las patas de las sillas. El titiritero la seguía de cerca, atado también a aquellos cinco cordones umbilicales, a aquellas cinco cuerdas del arpa de la Muerte.

“Necesito agua”, suplicaba la marioneta en cada gesto, en cada desconcierto de aspavientos, y el viudo la manejaba en consecuencia, tan impotente, tan muy a su pesar. Ella se acercó a un vaso de agua. Se lo derramó por el cuerpo empapándose los pelos y el vestido. Mas no era suficiente. Se arrojó al interior de algún jarrón de flores pero tampoco allí pudo encontrar la suficiente agua para calmar su ardor. Arrastró al titiritero hasta el cuarto de baño. Intentó accionar el grifo del lavabo con sus dedos de madera, cada vez más deprisa, cada vez más consumida por la impotencia de no poder hacer girar el mecanismo...

El titiritero jamás había perdido el control de un muñeco tan alarmantemente. Su esposa en miniatura no cesaba de arder entre las llamas invisibles. El titiritero la quería parar, mas no podía. El titiritero la acompañó a la puerta. Atravesaron el jardín, recorrieron kilómetros de aceras, atravesaron calles, parques, plazas. La gente les dedicaba las miradas más insólitas. Los más obtusos contemplaban sólo a un loco. Los más sabios veían una muñeca que manejaba a un hombre.

Y el titiritero respetaba las órdenes que le llegaban desde arriba, o desde abajo, o desde vete a saber dónde.

De repente, el suelo bajo sus pies cambió. Ya no era acera, ni baldosa, ni azulejo. Nuestro amigo no necesitó levantar la cabeza para reconocer aquel terreno: Estaban en el puerto. El muelle se acercaba. Las aguas aguardaban con su abrazo de hielo.

La marioneta se despeñó por el borde del dique. Como una antorcha deseando apagarse. El titiritero no se resistió. Se dejó caer tras la muñeca. El mar les recibió, inmenso, inabarcable... en su regazo frío y misterioso.

Y entonces todo fue flotar.

Entonces los hilos dejaron de tener sentido.

Entonces fue todo oscuro, y silencioso, y demasiado profundo para intentar molestarse en entenderlo.

La esposa del titiritero se apagó.

Encontraron a su marido en la orilla de una playa, tres semanas después. Enredado en cabellos de mujer. Las olas lamían su cuerpo. Lamían un helado que ningún sol conseguiría derretir.

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Madrid. 12 de octubre de 2006

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