domingo, 22 de abril de 2007

EL PRÍNCIPE IMPORTUNO

El príncipe cabalgó hacia el castillo abandonado, rasgando los cabellos alborotados de la tormenta. Si hubiese desenvainado el brillo de su espada, le habrían confundido con un relámpago más.

Cuando el caballo se negó a continuar, siguió avanzando a pie, desgarrando su capa de satén entre las zarzas venenosas.

A través de la cortina de lluvia se intuían las ventanas del castillo, iluminadas ocasionalmente por el fuego del dragón.

De vez en cuando, los rugidos de la bestia atravesaban las ventanas, y al escucharlos, los truenos se daban cuenta de que aún les quedaba mucho que aprender.

Pocos hombres habían conseguido reunir el valor suficiente para enfrentarse a aquel dragón. El príncipe era el último de esos pocos. Los demás habían ido falleciendo en el intento.

Cuando el príncipe experimentaba estremecimientos demasiado sospechosos para atribuirlos al frío, se recordaba a sí mismo las razones que lo habían conducido hasta allí. Recordaba que la princesa estaba prisionera entre las garras del dragón. Recordaba que el objeto de la vida de los príncipes consiste en rescatar princesas. En enamorarse como un estúpido de ellas, y atravesar el corazón del maldito dragón, como prueba irrefutable de que Cupido había logrado atravesar el tuyo.

El príncipe llegó al castillo, cogió carrerilla para saltar el foso, sintió la adrenalina burbujeando entre sus venas, mientras volaba por el aire, y quedaba suspendido en la ventana, y recorría los pasillos interiores, resbalando a causa del musgo, escuchando los rugidos cada vez más cerca, derribando cada puerta con el temor de que la Muerte le hubiese preparado una fiesta sorpresa al otro lado.

Cuando el príncipe llegó a la última habitación del último piso de la última torre, vio el rojo resplandor de las llamas, y desenvainó el acero, preparado, resignado casi... a una confrontación inevitable.

Nadie podía haberle preparado para lo que aguardaba tras la puerta.

No eran rugidos los sonidos que emitía aquella bestia. Eran ronquidos. El dragón dormía en una esquina. Dormía como un bebé, hecho un ovillo encima de la alfombra. Una potente respiración le hinchaba y le deshinchaba el cuerpo como si fuera un globo. Y al compás de esa respiración, los géiseres de fuego amanecían de sus fosas nasales, como residuos de los más tiernos sueños.

El príncipe buscó a la princesa con la mirada. Atónito como estaba, tardó unos segundos en darse cuenta de que el dragón la estaba abrazando como si fuera un oso de peluche.

Aquel monstruo que había hecho gritar de terror a los más indolentes caballeros, y había asesinado a los cazadores más curtidos, no parecía tener ninguna intención de devorar a la princesa. Simplemente necesitaba abrazarla por las noches, para dormir mejor. Todos necesitamos algo que abrazar para espantar las pesadillas. Y cuando una fiera ha tenido que clavar sus dientes en tantos caballeros y caballos... cuando ha tenido que desgarrar tantas entrañas con sus uñas... las pesadillas hacen cola para ser espantadas, y la cola es tan larga que dura hasta el amanecer.

De repente, el príncipe sintió una pena infinita hacia el dragón.

Luego miró más atentamente a la princesa, y tuvo que reconocer a regañadientes que la muchacha no necesitaba que nadie la viniese a rescatar. La joven se acurrucaba bajo el ala del dragón, y dormía al compás de la respiración del monstruo. Tras sus párpados se intuía la misma paz que modulaba los sueños de la bestia.

Por alguna extraña razón, el príncipe sintió que estaba profanando algo sagrado, y tuvo la certeza de que el sueño de esos dos seres era más importante que el brillo sangriento de la gloria con la que pretendía barnizar su espada. Más importante incluso que el anillo de siete mil quilates que llevaba en el bolsillo, para intentar desposar a la princesa.

El príncipe se retiró sin hacer ruido. Se moría por besar a la princesa, pero se reprimió, por miedo a despertarla. Los besos son peligrosos en los cuentos, porque tienen la dichosa manía de romper cualquier hechizo.

Descendió por la escalera de la torre, arrastrando su espada por el suelo.

El puente levadizo imitó la tristeza del príncipe. Agachó lentamente su cabeza... y le invitó a salir.

En el exterior seguía lloviendo, y los truenos sonaban a estómagos vacíos.

Fin.

Madrid, a 20 de noviembre de 2006

2 comentarios:

maria josé dijo...

Estos cuentos son increibles, increiblemente bellos, increiblemente cautivadores.

Juanjo Ramírez dijo...

Muchísimas gracias, Maria José! Bienvenida!