lunes, 5 de enero de 2009

EL QUE NO SE ARRODILLA

Y cierto día, la nación se zambulló en el caos, y el caos era un concierto de hambre y duda. Así estaba el país cuando el Tirano acaparó el poder. Los ciudadanos le dedicaron oídos sedientos de respuestas, quisieron confiar en sus palabras, y le entregaron su confianza, corazones apenas remendados, sus vestigios de esperanza ciega.

Y así la ciudad se convirtió en juguete del Tirano, y gravitó el terror sobre las calles, y hubo una bala para cualquiera que se atreviese a pensar contracorriente, y hubo una celda para todo aquel que osase contravenir las normas, y cada norma era una mano que se cerraba en torno a mil gargantas.

Y cayó sobre la plebe una plomiza telaraña de ejército, y tortura, y policía…

Y nadie se atrevía a cuestionar el régimen sangriento del Tirano.

Nadie… salvo aquel misterioso enmascarado.

La gente lo llamaba “el que no se arrodilla”. Porque nada conseguía doblegarlo. Atentaba contra los crímenes del Tirano, saboteando fusilamientos, genocidios, y cámaras de gas, y violaciones de derechos inviolables.

Cubría su cuerpo con un abrigo de piel negra, y así se confundía en las tinieblas, así desaparecía en la negrura tras asestar el golpe, así se hermanaba, fusionaba… con los pocos entresijos a los que no llegaba la luz de las farolas del Tirano.

Cubría su cara con un cráneo de lobo, recordándonos a todos que, cuando las leyes atentan contra el hombre en vez de protegerlo, a la mierda las leyes, y hola de nuevo a la cruda ley del animal salvaje, a la lucha de las uñas y los dientes.

Saltaba entre cornisas y azoteas, dejando aquí y allá un soldado herido, un guardia muerto, un tanque del Tirano hecho pedazos, una prisión henchida de agujeros.

“El que no se arrodilla”.

Nadie conocía su identidad. Era un dios sanguinario, furtivo justiciero, un clandestino hombre del saco que convertía en acciones los deseos de un millón de infelices que no se atrevían a desearlo demasiado alto.

El Gobierno del Tirano había designado a un comando de hombres de élite para encontrar y ejecutar a “el que no se arrodilla”. Una élite de rastreadores y asesinos, investigando cada casa, cada vehículo, cada alcantarilla… Todas sus pesquisas eran inútiles. “El que no se arrodilla” parecía burlarse de ellos con una facilidad insultante. Se materializaba, asestaba una sonora bofetada al régimen del tirano, y luego… se desvanecía… las entrañas de la tierra devoraban su abrigo de piel negra, su máscara de lobo…

Aquella mañana, el Tirano completó sus ejercicios en el gimnasio, se abrochó el uniforme militar, y reunió a su gabinete de ministros en la mesa redonda. El Ministro de Conducta expuso el caso: Tres productores de un colegio se negaban a seguir al pie de la letra los libros impuestos por el Gobierno.

El Tirano apretó el botón del interfono, y ordenó a sus agentes de policía un asalto al colegio, y un linchamiento de tres profesores en el patio central. De ese modo, los alumnos aprenderían una lección mucho más rotunda que la de esos estúpidos libros. Aprenderían que en su reinado, la insubordinación se pagaba con lágrimas de sangre y con crujir de huesos. De esa manera, el miedo seguiría perpetuándose a sí mismo, y el orden se seguiría manteniendo. Era lo que el padre del Tirano habría deseado.

La policía obedeció sin rechistar. El Tirano despidió a su gabinete. Acto seguido, se levantó, y abrió un armario cuya existencia nadie conocía. Se desprendió del uniforme, se puso el abrigo de piel negro, y la máscara de lobo. Abrió la ventana, y galopó hacia el colegio, saltando de azotea en azotea, y de cornisa en cornisa. Llegaría al lugar minutos antes que los polis, y defendería a aquellos pobres profesores hasta el último aliento. Destrozaría a una docena de polis, si era necesario. Era lo que la madre del Tirano habría deseado.

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