Zapatos nuevos. Los más baratos de la tienda. Veinte euros.
Más no puedo gastarme, con la mierda que me pagan. Pisar bien el mundo
es privilegio de los ricos. Los pobres nos conformamos con el
despertador. Siete de la mañana. La empresa no me paga el transporte,
así que me levanto una hora antes y recorro un kilómetro a pie. Así cojo
el metro en B1 y no en B2. Es más barato. Putos zapatos nuevos. Me
destrozan los pies. Cada paso es pisar cristales rotos. Seguro que mi
jefe no tiene ese problema. Él llega en coche y calza zapatos de
doscientos euros. Mi jefe tiene todo lo que yo no puedo permitirme,
excepto la culpa. La culpa siempre la tengo yo. Ocho horas de mi vida
tiradas a la basura cada día: en el contenedor del plástico, a juzgar
por su sabor. Luego otros dos kilómetros de caminata, para ahorrarme
tres estaciones de metro. Putos zapatos. Los veinte euros peor
invertidos de mi puta vida. Las suelas son un potro de tortura, como
llevar una piedra dentro del zapato. Y llego a mi estación, salgo del
tren. Hay dos escaleras, unas mecánicas y otras normales. Algún
gilipollas ha puesto las mecánicas para bajar y las normales para subir.
Mis pies se cagan en él, peldaño a peldaño. Y en el fabricante de los
putos zapatos. Intento convertir el dolor de cada paso en algo hermoso.
Los pasos duelen, pero te hacen avanzar. Vamos, resiste. ¿Pero avanzar a
dónde? A un piso sin ventanas al exterior, a un agujero donde
desmoronarme durante algunas horas antes de que vuelva a sonar el
despertador...
... antes de tener que calzarme
estos zapatos de mierda de veinte euros para andar otros dos kilómetros y
ahorrarme otras seis estaciones de metro.
Llego a casa, me puede la rabia, cierro de un portazo, me arranco los zapatos, busco un cuchillo, debería usarlo para degollar al presidente de mi empresa, o a mi jefe, o a los funcionarios del metro, pero soy un cobarde. Descargo mi agresividad en esos zapatos, los destrozo, los despiezo como si fueran cerdos. Me ensaño especialmente con las suelas, las rajo, las palpo, noto en ellas ese bulto, ese tumor, ese levantamiento que castigaba las plantas de mis pies.
Destripo...
Un papel enrollado. Eso es lo que había debajo de la suela.
Ése era el bulto que me rompía, que me castigaba a cada paso.
Desenrollo el papel. Hay algo escrito en él. Parecen caracteres chinos.
Google me ayuda a traducirlos: "Me llamo Lin. Tengo diez años.
Trabajamos veinte horas cada día. No veo luz. Por favor, avisa a mis
padres."
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