Mierda. Sólo te han encargado una
cosa para hoy. Sólo una puta cosa. Te lo llevan recordando desde hace una
semana. Todos los días. Qué pesada tu mujer, ¿eh?
“El jueves es el cumple de Guille, acuérdate, yo me ocupo de la fiesta
de este finde y tú del regalo, ¿vale?”
Que sí, joder. Yo compro el puto
regalo.
“Tienes una juguetería justo a la salida del trabajo...”
Que sí, joder, que te repites más
que el ajo, que antes del jueves se lo compro.
Pero hoy es jueves y ¡sorpresa!
el puto regalo brilla por su ausencia. El hecho de que haya una juguetería
junto al curro no facilita las cosas, porque ya estás a diez paradas de
distancia de tu curro. La boca de metro regurgita tu figura de capullo trajeado
en esa ciudad dormitorio en la que vives, en ese tanatorio de ladrillos. Miras
el reloj: Las ocho menos cuarto.
Ya no estás en el centro. La
única juguetería de tu barrio no es precisamente el Toys R Us. Cierra a las ocho. No aceptan tarjetas de crédito.
Abres tu cartera de piel para
confirmar lo que ya sabes: No hay nada en efectivo. Sólo unos pocos céntimos.
El cajero más cercano es – ¡putos
barrios residenciales! – también el único en mil kilómetros a la redonda.
Galopas cuesta arriba, recorriendo esa calle que te separa de él. Tu traje se
estaría empapando de sudor si no fuera porque hace un frío de cojones. Llegas
al cajero con una punzada en el estómago, tu aliento es un código morse escrito
en vaho, transmitiendo dos frases: “Te
estás haciendo viejo para esto. Apúntate a un gimnasio.”
No te pares a recobrar el
aliento, coño. ¡Tienes prisa! Es el puto cumple del puñetero Guille. Entra en
el puto cajero, saca cuarenta euros y corre hacia la juguetería. ¡Ahora! Bueno,
quien dice cuarenta dice veinte. Es un chiquillo de dos años, no va a apreciar
la diferencia de precio.
Tu mano a punto de empujar la
puerta del cajero: se detiene en seco, bruscamente, dejando su huella en el
cristal empañado. Frotas ese cristal, lo desempañas, confirmas tus temores:
Hay un mendigo ahí dentro.
Está durmiendo, o finge dormir
para que la noche le deje en paz por unas horas. Es asqueroso. Embutido en ese
mugriento saco de dormir, como una butifarra hinchada, maloliente; como algo
que lleva semanas flotando en un charco.
Retrocedes. No quieres entrar
ahí. El cajero está ocupado. No sabes si te resistes a profanar ese descanso
por respeto o por miedo. Tampoco tienes demasiado interés en averiguarlo. Te
alejas un par de pasos. Te detienes. Consultas el reloj. Las ocho menos diez.
No hay tiempo para titubear.
“Es el único cajero en mil kilómetros a la redonda”, recuerdas.
Y es la única juguetería en mil
kilómetros a la redonda, que cierra en diez minutos.
Haces de tripas corazón, respiras
muy profundo, como queriendo recuperar los diez litros de vaho que has soltado.
Empujas la puerta del cajero. Suavemente. No quieres despertar a su inquilino.
Acompañas el cierre de la puerta con tus propias manos para que no golpee.
Te acercas al cajero casi de
puntillas, aunque las suelas de los mocasines no captan tus intenciones: claquetean
en las putas baldosas con un estruendo impertinente. Tienes la sensación de que
el bulto del saco de dormir reacciona a tus pasos. Te giras. Falsa alarma. Es
sólo su respiración desafinada. Sí... Ellos también respiran.
Tardas casi un minuto en sacar tu
cartera del bolsillo, abrirla, encontrar la tarjeta. Un minuto de menos en tu
cuenta atrás. Te tiemblan los dedos. A duras penas consigues insertar tu visa
en la ranura. Tienes que corregir el código dos veces. La pantalla te ruega
unos segundos de espera. Miras hacia atrás, inquieto, taquicárdico.
El hedor del indigente se esparce
por todos los rincones del cubículo. Reprimes una arcada a duras penas. El
cajero sigue procesando, con una lentitud indolente. Contemplas el bodegón
macabro que se postra ante ti: Brick de Don Simón vacío, prensa arrugada, cien
manchas a cuál más sospechosa en ese saco de dormir marrón. Y el hombre... el
hombre... el hombre... acurrucado en su interior como un gusiluz sórdido, pelo sucio,
uñas negras, cicatrices. Duerme agarrando algo entre las manos y lo aprieta
como si se tratase del último resquicio de un pasado que insiste en
desaparecer.
Se te escapa una risilla
nerviosa. Es irónico, ¿no? Posiblemente ese infeliz ha acabado durmiendo en las
instalaciones del mismo banco que le quitó la casa. Pero la risa se termina
cuando lees lo que aparece en la pantalla: “No
es posible realizar la operación.”
Te entran ganas de gritar. Te
entran ganas de golpear esa pantalla hasta obligarla a cagar billetes.
Respiras. Intentas controlarte. No quieres despertar a la bella durmiente.
Piensas en el pequeño Guille.
Piensas en lo fea que se pone tu mujer cuando se enfada.
De pronto sientes la persiana
metálica de la juguetería descendiendo como una guillotina que te corta la
polla. Rebuscas en tu repertorio de excusas, con torpeza, sin esperanzas de
encontrar alguna convincente. Tu mujer no es tan tonta. Tendrías que haberte
casado con una imbécil. Todo sería más fácil. El niño da igual. Cumple dos
años, joder. Aún no sabe lo que es un cumpleaños; aún no está legitimado para
decepcionarse.
La respiración del homeless
sabotea tu concentración. Y tú, ¿por qué sigues ahí, me cago en diez? Lárgate,
aléjate de ese desgraciado. A veces la mala suerte es contagiosa. Te va a venir
bien el aire frío. Pensarás mejor.
Te giras hacia la puerta de
salida. Sólo entonces reparas en algo que habías pasado por alto. Ese objeto
que agarra el mendigo como si le fuese la vida en ello. Ahora lo identificas:
Una jirafa de peluche. Un cuello largo y amarillo asoma entre los dedos del sin
techo. El animal sonríe con una inocencia muy cruel, muy fuera de contexto.
Un pensamiento te recorre la
columna vertebral como una araña hecha de dedos fríos. No... No, no, no, no, no.
Sigues avanzando hacia la salida, das la espalda a la tentación, sigues
buscando excusas para justificar tu negligencia. Poco a poco, el “no” se
convierte en un “quizá”. Vuelves a contemplar esa jirafa. Es muy graciosa, o
puede que tu desesperación busque la gracia debajo de las piedras. Y está casi
limpia. Sería sólo cuestión de frotarle un par de manchas.
Tú mismo te resistes a creer lo
que estás a punto de hacer. Te agachas muy despacio. Un aliento repulsivo te
estremece la conciencia, un aroma a vino rancio y vómito. No eres capaz de
controlar los temblores de tu mano mientras rozas el tejido amarillo del
peluche. Lo agarras por el cuello y tiras con suavidad, midiendo
estratégicamente cada movimiento. Es la misma sensación de cuando intentas apartar
tu brazo aplastado de debajo del cuerpo de tu mujer, sin despertarla. Los dedos
sucios del mendigo se aferran al juguete, te lleva más de un minuto
arrebatárselo. Te sentirías el ser más miserable del planeta si no estuvieses
ocupado acojonándote. Sabes que ese tío puede despertar en cualquier momento.
Un tetrabrick de vino es un narcótico poderoso, pero tu forma de jugar contra
los dedos de ese hombre tienta un poco a la suerte.
¡Enhorabuena!
Ahora tienes la jirafa en tus
manos. Echas a correr. Ya no te importa el ruido. Ya no te importa despertar a
nadie. Te alejas del cajero a galope tendido y tus propios mocasines te muerden
los talones.
No tienes tiempo de envolverla
para regalo, o no tienes ganas, o no sabes envolver ni regalar. Al niño le
gusta. A los críos de dos años les suelen gustar las cosas hasta que dejan de
gustarles. Tu mujer no protesta, pero su mirada se apaga en la tuya. Te besa en
la mejilla sin demasiadas ganas y en su sonrisa hay un residuo amargo, un eco
de reproche. Quizá tenías que haberlo envuelto, aunque fuese con papel de
periódico.
Esa noche la cama es un glaciar
con patas y el techo se siente incómodo por la manera en que ambos lo miráis.
Hay mil cosas que te impiden conciliar el sueño: Estrés, desazón,
remordimientos, la certeza de que si cierras los ojos la próxima vez que los
abras tendrás que enfrentarte a un nuevo día... Y en medio de esa algarabía de
comeduras de tarro, irrumpe una nueva idea, demoledora y fulminante:
Te has dejado olvidada la tarjeta
de crédito en la ranura del cajero.
A la mañana siguiente sales de
casa un poco antes y te desvías hacia la sucursal bancaria. Estás nervioso. Te
sientes como si regresaras al lugar del crimen, y la razón de ello es que
regresas al lugar del crimen. Tus tripas intuyen que sucede algo raro segundos
antes de ver los coches policiales y la ambulancia cercando el edificio. Un
terror casi infantil te acaricia la nuca. Te apetece dar media vuelta, pero el
daño está hecho. Tu nombre ya está allí, impreso en una tarjeta de crédito. Y
una curiosidad morbosa te obliga a continuar. Un poli te impide el paso muy
educadamente. Tú le preguntas qué ha sucedido allí. Su respuesta, aunque
esperada, te deshilacha el alma: Hay un mendigo muerto en el cajero. Se ha
cortado las venas.
Transcurre el día y nadie te
molesta, nadie te llama, nadie te interroga. Nadie se interesa por un mendigo
muerto.
Llega la noche. La marea de la
rutina te deposita en casa a la hora acostumbrada. Tu mujer está haciendo la
comida, tú te desprendes del traje y lo cambias por un chándal que se resignó
hace tiempo a ser siempre de tu talla. Te dejas caer en el sofá como si no
tuvieses fuerzas para llegar más lejos, haces zapping, miras la tele sin apenas
mirarla. Tu atención intenta escapar hacia cualquier lugar, pero regresa una y
otra vez a ese sin techo. Imaginas los surcos en sus venas, te preguntas si su
sangre también hiede.
Tu hijo juega en el suelo. Parece
feliz. Desentona en el apartamento. Agarra un juguete con sus manitas torpes y
se lo lleva a la boca. Tardas casi un segundo en advertir que no se trata de un
juguete cualquiera. Es la jirafa. El niño mordisquea ese cuello de peluche y
vienen a tu mente los dedos de su antiguo propietario, las uñas negras, los
tropezones de la barba, el hedor a sudor vómito, a vino... Piensas en
jeringuillas, en semen, en bacterias...
Tu primer impulso es lanzarte
sobre tu hijo, arrebatarle esa jirafa, rociarla con gasolina, quemarla y
enterrarla en la cara oculta de la luna. Pero algo en tu interior, quizá el
cansancio, te invita a recapacitar, y te recuestas de nuevo en el sofá, y te
relajas, y observas cómo tu niño chupa ese peluche como si fuera un cabezón de
langostino. “Qué cojones, hijo. Es hora
de que te vayas acostumbrando a tragar mierda.”
Madrid. 20 de
febrero de 2013
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