Petróleo. Magma negro. Reluciente oscuridad, tan limpia, tan sucia al mismo tiempo... El perfume penetrante de las sombras. Sangre opaca, espesa, inescrutable... en las venas subterráneas del planeta.
Petróleo...
El venenoso zumo del misterio. El mar muerto donde los peces gordos chapotean. El caldo de cultivo del progreso.
Petróleo...
El resultado de millones de años de cocina a fuego lento. Animales y vegetales. Muertos. Fermentados. Prensados y estrujados... masticados por los estratos de la Tierra, poco a poco, siglo a siglo, hasta que todo cadáver pierde identidad. Hasta que todo se disuelve en una pasta negra más antigua que cualquier palabra, que cualquier pregunta, que cualquier suspiro... Una papilla de tinieblas. Tinieblas acostumbradas a beber tinieblas.
Eso es el petróleo.
Primero dio de comer a las locomotoras. Luego a los coches. También a los barcos y helicópteros... Proporcionó alimento a todas nuestras máquinas y, finalmente, llegó el día en que acabó alimentándonos a nosotros también.
Todo empezó con aquellas gominolas. Las hacían con petróleo. Por eso se parecían tanto al plástico. Eran tan relucientes, tan brillantes... Parecían tan, tan limpias...
El hombre estaba obsesionado con la limpieza. El petróleo le había alejado del barro y de la hierba a bordo de un ascensor acristalado con cien botones impolutos, redondos, inmaculados y brillantes como aquellas gominolas de colores.
El hombre se acostumbró a rodearse de suelos limpios, paredes limpias, ventanas limpias, objetos esterilizados y compactos que no dejaban huella alguna en la piel que los rozaba.
El paladar se acostumbró a la suave textura de aquel plástico comestible que se vendía en las tiendas para niños, y el estómago también. Cuando esos niños crecieron sentían arcadas ante la aspereza de las hojas de lechuga, ante el intenso sabor de cualquier carne, ante el crujir de cereales y galletas, ante las cosas que se disgregan en trocitos llenando nuestras bocas de desorden, de polvo y suciedad.
Los estómagos empezaron a demandar limpieza, pero no cualquier tipo de limpieza. Exigían la limpieza del petróleo. Aquella pulcritud antediluviana que reposaba en catacumbas prehistóricas. La limpieza antiséptica del plástico.
Los alimentos pasaron de tener un leve porcentaje de petróleo a estar basados completamente en él. Los aparatos digestivos se acostumbraron a la nueva dieta, se adaptaron con una rapidez de mutación de insecto. Olvidaron cómo se digerían los alimentos de antes. Los cerdos, las manzanas, las verduras, el pescado, las setas o la leche. Ningún ciudadano podía engullirlos sin vomitarlos al instante. Ninguno lograba disociar esas sustancias naturales para exprimirles materia y energía.
Las nuevas generaciones sólo sabían digerir petróleo. Oro negro para intestinos negros. Sólo el hombre sabía fabricar la comida perfecta para el hombre. La madre Naturaleza era demasiado caprichosa y tenía demasiados hijos para poderlos contentar a todos.
Pero el petróleo era un recurso limitado. Si todos los habitantes del planeta lo comían, se acabaría en unos pocos años.
Por eso la dieta plastificada se acabó convirtiendo en privilegio de los ricos. La escoria humana del planeta se tuvo que acostumbrar al repugnante hedor a cadáver de los filetes de ternera, a la imperceptible podredumbre del repollo, a ese sanguinolento y agrio vómito que llamaban salsa de tomate.
De esa manera, el nuevo tesoro alimenticio pudo durar más tiempo, aunque “más tiempo” no significa eternamente.
Cierto día las venas de la tierra se quedaron secas. Las grutas del tesoro se quedaron vacías. Los hombres llenaron el suelo de agujeros y se asomaron con esperanza a ellos, pero al otro lado les respondió el vacío.
Los políticos de una decena de países intentaron comerse un pollo asado en público para concienciar a la población, para hacerles volver a los antiguos hábitos. Dos lo vomitaron, tres se atragantaron, cinco se intoxicaron y murieron.
Era inútil. Ahora los hombres tenían estómagos de mentira que sólo digerían comida de mentira.
Por primera vez en mucho tiempo, los países ricos y los pobres tenían una cosa en común: Ambos se morían de hambre.
El ingeniero que encontró la solución se llamaba... Da igual. No recuerdo su nombre. Llevaba una bata blanca. Un día se encerró en el laboratorio y, obviando los rugidos de su estómago hambriento, empezó a reflexionar sobre el petróleo:
Petróleo...
El resultado de millones de años de cocina a fuego lento. Animales y vegetales. Muertos. Fermentados. Prensados y estrujados... masticados por los estratos de la Tierra, poco a poco, siglo a siglo, hasta que todo cadáver pierde identidad.
Entonces lo tuvo claro. Sólo había que encontrar una manera de acelerar el proceso. Diseñar y construir una máquina que masticase los cadáveres a más velocidad. Fast food. Petróleo rápido. Hacer en unos minutos, horas, días... lo que la torpe Mamá Naturaleza tardaba milenios en lograr.
Se hicieron diez prototipos que fallaron. Luego se hicieron otros trece que volvieron a fallar. El número veinticuatro dio en el clavo: Una máquina gigantesca, del tamaño de un hangar gigante. Introducías en ella plantas, animales, cualquier cosa que apestase a vida. Los engranajes prensaban a gran velocidad. Los termostatos se encargaban de que la temperatura fuese siempre la adecuada. Petróleo express. Todos los días se hacían sacrificios a los nuevos dioses. Árboles, perros, gatos, cactus, aves, vacas... Las máquinas hacían el trabajo a la velocidad del trueno. Agilizaban todas las fases del proceso. Descomposición. Fermentación. Compresión. Fosilización. Extremaunción.
Las fábricas de comida artificial se extendieron por todos los países, raptando seres vivos y transformándolos en comida muerta.
Pero los animales y las plantas tampoco eran infinitos. Cuando el planeta entero se convirtió en el desierto más grande del planeta, el hambre regresó. Ahora a los pobres no les quedaba ningún sucio alimento natural que llevarse a la boca y a los ricos no les quedaba ningún sucio alimento natural que convertir en limpio alimento artificial.
Los ricos y los pobres, una vez más, estaban unidos por un mismo problema: El hambre. Así que la solución también tendría que unirlos a ambos.
- Pobrecitos – dijo alguien en el último piso de un rascacielos de los países ricos -. Ya no tienen gallinas que llevarse a la boca. Les deberíamos ahorrar el sufrimiento.
Y de esa manera, los ricos empezaron a aliviar el sufrimiento de los pobres arrojándolos a las entrañas de las máquinas que fabricaban el petróleo rápido.
Era atroz, era cruel, era asesinato en toda regla y sin respetar ninguna de las reglas.
Era espeluznante, escalofriante, tan lúgubre y oscuro como el alimento resultante.
Pero el alimento resultante... era tan limpio.
Madrid. 1 de octubre de 2006
1 comentario:
Me ha encantado Juanjo, muy bueno!
Me ha recordado a una imagen que vi hace poco... ahora no tengo tiempo, pero mañana la busco y te la envío, aquí o en BioTay :)
Saludos!
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