domingo, 22 de abril de 2007

EL SUSURRO SANGRIENTO DE LA MUSA MALDITA

Rodrigo asesinó a su esposa aquella noche porque la encontró condenadamente hermosa, y tuvo la certeza de que jamás volvería a estar tan bella. Quería embalsamarla en su retina. Quería clavarle un punto final en el corazón, porque intuía que jamás llegaría un desenlace tan bonito como aquél.

Ella abrió sus labios para decir una palabra. Rodrigo la interrumpió.

- No, querida. No digas nada. Así es perfecto.

Los labios de su esposa volvieron a cerrarse, tan carnosos, tan rosados, tan entreabiertos, tan parecidos a la armónica que toca el Diablo por las noches para guiar a las almas perdidas hacia lo más terrible de sí mismas.

La palabra abortada volvió sobre sus pasos de viento, y Rodrigo pudo sentirla descendiendo de nuevo por aquel cuello insinuante, hinchando los pulmones, agitando aquellos pechos pequeñitos, que asomaban lo suficiente para invitar a bucear sujetador adentro.

- Estás preciosa – dijo él, poniendo en las palabras la contundencia de un “amén”.

Su esposa sonrió, y un resplandor rosado se transparentó en la piel de las mejillas.

Rodrigo sintió un estremecimiento. Todas sus células vibrando una tras otra, de ese gracioso modo en que el público hace una ola en un estadio.

Estaban en el porche. Entre ellos se interponía la mesa de una cena recién terminada. La brisa alborotaba que el mantel, la llama de las velas, los mechones rubios acariciando con primor de duende los labios, las mejillas, la pradera lunar de aquella frente...

¡Cielo santo! ¡Estaba tan, tan bella! Qué tristeza tan serena había en sus ojos. Qué languidez caía por sus párpados. Y qué afilado brillo en sus pestañas...

- Querida – añadió él...

Se levantó de aquella silla de jardín y caminó hacia ella.

La mano izquierda de Rodrigo acarició la piel, demoró un par de dedos en los labios, apartó un mechón rubio por el simple deleite de apartarlo, se refugió en la tela del vestido, se tiró en tobogán por esos párpados, por aquella nariz, por aquel pecho...

Y mientras exploraba la cara interna de los muslos, decidió no atreverse a mancillarla con besos importunos, para así no ensuciar tanta belleza.

La mano derecha de Rodrigo tanteó por el mantel a ciegas y empuñó lo primero que tropezó con ella. Segundos más tarde dedujo que había elegido el sacacorchos, por la espiral de sangre que asomaba cada vez que sacaba el metal frío de entre la carne viva.

Ningún grito se atrevió a profanar tanta belleza. Sólo el silbido de la espiral sangrienta, entrando para volver a salir, para volver a entrar, y volver a salir y entrar una y mil veces.

Rodrigo perforó los ojos, porque sabía que nunca más volverían a mirar como en aquel momento. Desfiguró los labios, para que no pudiesen dar besos impuros. Abrió cien escaleras de caracol en aquel cuerpo, y todas descendían al misterio... y el misterio era una telaraña que te atrapaba sin explicarte nada.

Cuando Rodrigo terminó, el sacacorchos se zambulló en la hierba... y ella era un campo de claveles rojos.

La llevó en brazos hasta el dormitorio y la dejó en la cama. Al verla allí, con los cabellos desparramados por la almohada, con la sangre brillando como brilla la pulpa de la fruta prohibida, Rodrigo sintió un arrebato de inspiración inexplicable.

Corrió a por unas hojas de papel. Tomó prestada una de las plumas irreales de pavo real que adornaban el recibidor. Derribó de un manotazo la orografía de la mesita de noche. Depositó el papel en el tablero. Hundió la pluma en las heridas de su amada y la sacó empapada.

Escribió la primera letra... después la primera palabra... Antes de que quisiera darse cuenta, estaba llenando aquellos folios con el poema más conmovedor que vio la luz del mundo. La sangre le susurraba las palabras. La sangre le dictaba para escribirse a sí misma.

Durante varios días, la esposa de Rodrigo fue el tintero más sensual de entre todos aquéllos con los que Dios no se atrevió a soñar. Las hojas de papel se amontonaban en una torre que, del mismo modo que la de Babel, contenía demasiadas palabras para dejar tranquilo al mundo. Todas ellas escritas con una caligrafía primorosa, en rojo sanguinario sobre blanco.

Rodrigo no paró de escribir mientras quedara una sola gota roja en el cadáver de su difunta esposa. Y la sangre se terminó cuando tenía que acabarse. Ni antes ni después. Aquella última gota estaba allí para poner el punto final. Ese punto final que Rodrigo había buscado por todos los rincones, haciendo cuevas y agujeros a golpe de sacacorchos.

No le costó deshacerse del cadáver. No manchaba, no olía, no había en él ningún detalle que remitiese a vida arrebatada. Toda la esencia estaba en aquel taco de folios. En aquella poesía interminable que terminaba en el momento justo.

Rodrigo guardó los folios en uno de esos cajones que sólo se abren dos o tres veces en la vida. No le nació compartirlo con nadie. No se le ocurrió pensar que el mundo pudiera necesitar aquellas letras.

Pero allí están, aguardando en la oscuridad. Y algún día alguien las encontrará, desenterrará el tesoro. El poema se propagará por nuestro mundo... y todos lo leeremos... y seremos un poco más felices.

Sólo un poco.

Madrid. 17 de septiembre de 2006.

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