Los ojos de Naia Morton no parecían de este mundo, y quizá no lo fueran, pero eran irresistiblemente verdes.
Era pálida, y los rizos negros se pegaban en el sudor de su piel, como relámpagos oscuros en las mejillas, trazos violentos sobre un papel de arroz.
Cuando el señor Morton se sentó junto al lecho de muerte de Naia, pensó que su mujer se convertiría en el cadáver más hermoso de todos los tiempos.
Naia Morton le acarició las manos, ya sin apenas fuerzas. Sus labios moribundos comenzaron a hablar:
- Es el fin, cariño. He reservado mis últimas palabras para ti. Hay muchas cosas que siento haber dejado a medias, pero la que más me pesa, la que más me mata, es marcharme sin haberte dado hijos.
- Naia... – balbuceó el marido, al borde de las lágrimas.
- Ayúdame a arreglarlo – siguió ella -. Obedéceme. Sigue mis instrucciones al pie de la letra, aunque te puedan parecer una locura. Te juro que no estoy delirando todavía.
- Naia...
- Cuando muera, querido, ¡arráncame los ojos! Arráncalos y entiérralos atrás, en el jardín, en un sitio al que le dé la luna llena. Riégalos cada noche con tus lágrimas. El resto se hará solo.
- Naia... – volvió a llorar, sobrepasado, el señor Morton.
Cuando Naia Morton terminó de hablar murió en silencio, y su marido pensó que aquella mujer no podía ser bruja, como murmuraba casi todo el vecindario.
Ninguna bruja tendría unos ojos tan bonitos.
* *
Naia Morton fue enterrada con las cuencas oculares vacías.
Nadie supo explicar lo sucedido, y aunque muchos intentaron hacerlo, a ninguno se le ocurrió pensar que fue el propio marido quien profanó el cadáver.
Aquella misma noche, el señor Morton cavó dos pequeños agujeros en el rincón más apartado del jardín. Se aseguró de que la luna los besara y metió un ojo en cada agujerito.
Cuando vio aquellos dos globos rematados en verde, observándole desde el fondo de sus fosas gemelas, sintió un escalofrío.
Los sepultó bajo un par de paladas de tierra. Luego se arrodilló junto a las dos semillas y las regó con obedientes lágrimas.
* *
A unos cuantos centímetros bajo la tierra húmeda, los ojos de Naia Morton comenzaron a echar raíces.
Poco a poco empezó a nacer un brote en el centro de cada pupila. En sólo una semana, los dos brotes se abrieron paso hasta la superficie y una semana más tarde se habían transformado en dos hermosas plantas...
... que no tardaron mucho en florecer.
Cada planta dio a luz un gigantesco tulipán morado.
El señor Morton las continuaba regando con su llanto. Cada día.
* *
Cierta noche, cuando el señor Morton acudió a su cita, escuchó un débil lamento que provenía del interior de un tulipán.
Con manos temblorosas, deshojó la enorme flor, muy torpemente. Conforme los pétalos se iban apartando, el llanto se iba haciendo más audible.
Cuando el último de los pétalos fue apartado, el pobre y estupefacto señor Morton tenía una recién nacida entre sus brazos.
Y al arrancar los pétalos de la segunda flor, halló otra niña exactamente igual a la primera.
Eran mellizas. Y las dos habían heredado los ojos verdes de Naia Morton.
* *
El señor Morton se llevó a las dos niñas a la cama.
Durmió con ellas.
* *
Le despertó un mordisco.
Le costó un par de segundos averiguar que no estaba soñando.
El dolor era real.
Las dos niñas se comían su cuerpo. Arrancaban la carne del señor Morton y la engullían con un hambre voraz.
Él no reaccionaba. Estaba paralizado entre las sábanas. Sólo podía contemplar cómo las niñas crecían conforme devoraban. Ahora aparentaban ocho años.
Y el único pensamiento que vino a la cabeza del señor Morton fue que las dos estaban preciosas, con el rojo de la sangre tiñendo los labios. ¡Qué hermoso contraste con el blanco de la piel, con el negro del pelo, con el verde de los ojos!
El verde de los ojos de Naia Morton...
* *
Cuando acabaron de comerse al señor Morton, las hermanas habían alcanzado el aspecto de mujeres adultas.
Eran bellísimas.
Exactamente iguales a su madre.
Se besaron hasta limpiar el pintalabios de la sangre y luego cada una se marchó en una dirección. Cada una buscó un marido. Cada una enfermó de manera misteriosa y, justo antes de morir, cada una ordenó a su enamorado plantar dos ojos en el jardín trasero. Así nacieron cuatro flores que engendraron cuatro Naias. Cuatro Naias que volvieron a enamorar a cuatro hombres, que volvieron a enfermar, que volvieron a morir, que volvieron a sembrar.
* *
En unos pocos meses había miles de Naias Morton recorriendo el planeta, y un marido devorado por cada dos de ellas.
Algún tipo de alguna sección secreta del gobierno estudió el caso y decidió que había que buscar alguna forma de exterminar a esas mujeres. Había que matarlas, antes de que se propagasen por el mundo.
Yo no comparto su opinión. Y si ustedes la comparten, es porque nunca han contemplado los ojos verdes de Naia Morton.
3 comentarios:
hola
me encanto el relato y gracias por el buen momento ke me hizo pasar
saludos desde México es una pena ke no haya entradas recientes esperare
No te comentó nada Naia?. Qué raro.
Claro que me comentó! Pero cuando lo publiqué en el blog anterior (el primero que tuve)
De hecho, escribí este relato porque Naia insistió en que le dedicase un relato :P
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