lunes, 5 de enero de 2009

UN PLANTEAMIENTO ESCÚPIDO

Todo empezó con un científico.

Es peligroso ser científico. Peligroso para ti, y para el resto del mundo. Porque empiezas a investigar, y el microscopio te susurra cosas, y en el fondo da igual si son verdad o mentira, el simple hecho de ser cosas jode el mundo, porque el microscopio las amplía, las convierte en Godzilla, les da poder para arrasar ciudades, matar sueños, eclipsar lunas, pisotear los corazones de la gente.

Pero el científico no es el protagonista de esta historia. Lo único que os interesa saber sobre él, es que cierto día se asomó al microscopio y tuvo la osadía de advertir que el Amor se reducía a un hatajo de procesos químicos, que el sentimiento más noble de los seres humanos era un pastiche de inexplicable y vil materia que, como todo lo material, está avocado a no durar eternamente.

“El amor dura tres años”.

Esa fue la conclusión de nuestro cruel científico, y así la publicaron los periódicos, y así la leyó Martín en el vagón de metro que lo llevaba hacia el trabajo. Lo irónico del asunto fue que un artículo como aquel, confeccionado para asesinar al Amor, engendró amor en un terreno tan inhóspito como aquel vagón. Porque al lado de Martín estaba Rosa, haciendo lo que se suele hacer en los viajes de metro: Leer por encima del hombro del viajero de al lado.

De ese modo, “el amor dura tres años” se convirtió en excusa para iniciar una conversación entre desconocidos. Tres paradas más tarde, Martín sabía que le gustaba Rosa, y Rosa tenía ganas de saber si le gustaba Martín. Terminaron cambiando el vagón por una cafetería. Tres días después, cambiaron la cafetería por un cine, y tres horas más tarde, cambiaron el cine por la cama.

Fue todo tan sencillo, que no tardó en convertirse en algo serio.

Pero sobre aquella relación gravitaba la frase con la que había comenzado todo… “El amor dura tres años”. Algo que Martín y Rosa fueron incapaces de ignorar.

Ninguno de los dos quería descubrir demasiado tarde que la relación se tambaleaba como un muerto viviente, y suplicaba con su aliento podrido un disparo en la sesera. Así que llegaron a un acuerdo, una eutanasia, un parche antes de que saliera el grano.

Tres años, ni un día, ni un minuto más.

Cuando llevaran juntos tres años, cortarían, y cada uno se marcharía por donde había venido. Independientemente de lo bien que estuviesen (o prometiesen estar) las cosas entre ellos.

No sé cuál de los dos propuso esa locura, pero al otro le pareció bien, y ambos programaron la alarma de sus móviles, para hacerla sonar un día concreto: el día del tercer aniversario.

Y hay que decir que aquella cuenta atrás convirtió la relación en algo mágico. La certeza de la caducidad hacía cada segundo más intenso. Cada vez que Martín y Rosa se miraban, cada vez que comían, cada vez que se recorrían el uno al otro entre las sábanas, lo hacían con la pasión y con la entrega de quienes saben que nada dura eternamente.

Incluso en los momentos más difíciles, aquella finitud era un alivio. Cada vez que llegaba una pelea inevitable, Martín se reconfortaba diciéndose a sí mismo, “ya quedan menos de dos años, ten paciencia”. Cada vez que Rosa soñaba con hacer otras cosas, con probar otras vidas, se consolaba recordando que su situación actual era finita, que cierto día sonaría una alarma, y el mundo comenzaría de nuevo, virgen y reluciente, envuelto para regalo, y desenvuelto para estrenar.

Esa clase de pensamientos, contrariamente a lo que puedan opinar algunos, les unían mucho, muchísimo más que el rancio sabor de un “para siempre”.

Y cierto día, con precisión científica, indolente, dos alarmas sonaron al unísono.

El final de la cuenta atrás les sorprendió en su mejor momento o, como mínimo, en un momento tan bueno como cualquier otro. A Martín no le apetecía dejar la relación. A Rosa tampoco. Pero una promesa es una promesa, y los dos coincidieron en que era mejor despedirse en esas circunstancias, con buen sabor de boca, con recuerdos más luminosos que sombríos.

Se dijeron adiós con una cena, en uno de esos restaurantes que significan mucho para ambos por razones que nadie más entendería. Rosa pidió un hojaldre relleno de no sé qué. Martín pidió unos canelones rellenos de paté. Terminaron de cenar, y llegó la hora de pagar la cuenta.

“Te voy a echar de menos”, dijo ella. “No sé qué haré sin ti”, confesó él. Y decidieron hacer trampa. Porque… si dejaban pasar un tiempo, y después de ese tiempo volvían a estar juntos, ¿no era eso como poner el contador a cero?

Volvieron a programar las alarmas de sus móviles, para que sonasen cierto día de cierto mes, cuando (una vez más) hubiesen transcurrido tres años exactos. Si después de esos tres años los dos estaban sin pareja, volverían a verse.

Mientras tanto, se dijeron adiós.

Durante los primeros meses se mantuvieron fieles al recuerdo del otro, que era algo así como ser fieles a sí mismos. Más temprano que tarde, sin embargo, Rosa conoció a un tipo agradable, buena gente, que se ganaba la vida conduciendo la grúa que se llevaba los coches que aparcaban mal. Más tarde que temprano, Martín también encontró el amor, o algo que se le parecía demasiado, y empezó a salir con una chica risueña, más guapa que fea, acuario ascendente no sé qué.

Los dos fueron felices (o algo parecido) en sus nuevos noviazgos, pero ninguno de los dos se acordó de desconectar la alarma de su móvil, porque ninguno de los dos quiso acordarse.

Y aunque Martín sabía que volver con Rosa ya no era viable… y aunque Rosa sabía que Martín ya no tenía hueco en su vida… a veces Martín pensaba en Rosa, y Rosa se acordaba de Martín, Martín se preguntaba qué tal y cómo y dónde estaría Rosa, Rosa se masturbaba invocando la imagen de Martín, sin saber que en ese preciso instante Martín hacía lo mismo.

Cada vez que Martín salía a comer con su novia, pedía canelones rellenos de paté, porque el sabor le recordaba a Rosa. Porque esa clase de detalles eran lo único que se podía permitir. Una ración homeopática de Rosa. Pasar de ahí equivalía a complicar su vida, y era una vida que funcionaba bien.

Cierto día, la sobredosis de canelón de paté en las venas de Martín pasó factura. Salió por la boca de metro, y sintió un insistente dolor en el brazo izquierdo, tras ese dolor, llegó el infarto.

La ambulancia corrió hacia el hospital como si el diablo le pisara los talones, pero no pudo llegar a tiempo para salvar a Martín, porque atropelló a una mujer por el camino. Esa mujer era Rosa que, sin saber por qué, decidió (algo impropio de ella) cruzar la calle mirando sólo hacia el lado izquierdo.

Ese mismo día, dos alarmas de móvil sonaron al unísono, pero sus dueños no las pudieron oír. Estaban muertos.

Donosti,
a 25 de octubre de 2008

2 comentarios:

Rubentxo dijo...

Mmmm...
Interesante el tema... creo que Punset ya lo trató en uno de sus programas: la fecha de caducidad del amor.
Buen material.
Ays... esa última frase, leches... ¡¡¡ES LA MADRE DE TODAS LAS REDUNDANCIAS!!!
Parece mentira cómo 2 palabras de nada hacen que el resto (unas tropecientas) de repente comiencen a tambalearse. Qué sensación más rara.
ME gustó el relato y el de "El que no se arrodilla", también. En el de "No le gusta la luz" me lo pasé pipa, más o menos la misma sensación que tengo cuando leo los relatos de Clive Barker, por ejemplo.
Volveré a por más. Ah, y perdón por la crítica a lo de las dos últimas palabras "Estaban muertos", espero que no te moleste.
Saludos!

Juanjo Ramírez dijo...

Hola de nuevo, Rubentxo!

Creo que tienes razón en lo de la redundancia final. Es de esa clase de críticas que cuando te las sueltan, provocan una especie de eco en tu interior, porque son una verdad que en el fondo siempre has sabido que está ahí pero has intentado ignorar, mirándola sólo de refilón. Un día de estos quiero lavarles un poco la cara a alguno de estos relatos, así que me anoto tu opinión.

Me gustan ese tipo de críticas: amigables, concretas y precisas. Me resultan tremendamente útiles.

Me hace gracia que "No le gusta la luz" te recuerde a Clive Barker, porque eres la segunda persona que lo comenta. Lo cierto es que lo considero un halago, porque Barker es sin duda uno de mis favoritos! Lo conocí gracias a un amigo que no paraba de repetirme, cada vez que leía algo mío, que le recordaba a Clive Barker. Y un buen día vino y me regaló tres de los "libros de sangre". Desde entonces Barker está en mi top ten.

Abrazos!