Rebeca era la número tres de tres trillizas.
Había una tradición en la familia: Cuando las niñas celebraban su octavo cumpleaños, sus padrinos tenían que hacerles un regalo. Mas no un regalo cualquiera, sino el indiscutible rey de los regalos. Un regalo envuelto por el papel inescrutable del Destino. Ese papel que siempre empieza en blanco... y que se escribe solo, poco a poco...
Un regalo que marcase el rumbo de sus vidas, irremediablemente, para siempre...
El padrino de la primera hermana era el hermano rico de mamá. Acudió a la celebración con un collar de oro. Y así creció la niña, en una crisálida bordada por gusanos de seda, todo esplendor, y lujo, y oro, y joyas...
La segunda trilliza tenía por padrino a un erudito. Su regalo fue un libro de mil páginas, con ocho mil secretos cada una. Y así creció la niña, iluminada, envuelta en esa luz tan cegadora que alumbra los senderos de los sabios. Con las manos posadas en las riendas de las fuerzas que gobiernan a los dioses.
Pero el padrino de Rebeca no era rico, ni sabio... ni siquiera cariñoso. Era un vaso de hiel. Era miseria. Era tan agrio, henchido de derrota... que no podía ofrecer a la pequeña ningún sendero recto: sólo aquéllos... trazados de manera sinuosa... por el negro pincel del infortunio.
Rebeca vio acercarse a su padrino, envuelto en su siniestro abrigo negro, fabricado con alas de murciélago. No había amor en él. En sus pupilas... sólo brillaban lágrimas de whisky.
No puso en las mejillas de Rebeca el beso acostumbrado. Simplemente... extendió sus dos brazos, y había en ellos una cajita envuelta en papel áspero.
- Toma niña – le dijo con voz cínica -. No puedo darte más. Esta cajita es todo lo que tengo.
Cuando el padrino abandonó la fiesta con su andar encorvado y taciturno, Rebeca abrió la caja, y dentro de ella, tan sólo vio...
... ¡ocho arañas!
Ocho bichos horribles, pululando con sus ocho patitas por aquellas tinieblas de cartón, tan claustrofóbicas.
Las mujeres gritaron... y, crueles, los otros niños se burlaron de ella. Y todos de la niña se alejaron.
Tal fue el triste regalo de Rebeca: El don que marcaría su destino. Ocho animales negros, venenosos... que no inspiraban el amor de nadie.
Pero si algo le sobraba a aquella niña, hasta el punto de no caberle dentro, aquel algo era amor... Por eso mismo, fue incapaz de matar a las arañas... y las apadrinó, y creció con ellas... y como ellas, extraña, inadaptada... arrinconada en un rincón sombrío...
No tuvo amigos. Los niños la rehuían. Nadie quiere sentarse junto a niñas que almacenan mascotas imposibles.
Los chicos no le hicieron mucho caso. A todos les dan asco las arañas. Suelen ser más molestas que románticas, y no dan buena imagen en las fiestas.
Cuando una chica crece rodeada de seres venenosos, se acostumbra muy rápido al veneno. Se vuelve adicta a él. Lo busca en todo. En la comida, el humo, la bebida. Se intoxica la mente, el organismo, el torturado corazón, el alma...
Y así acabó Rebeca. Envenenada. Y también viceversa: venenosa. Y aunque existen venenos deliciosos... la gente tiene miedo de probarlos. Y el miedo se convierte en un rechazo que se clava, implacable, en las entrañas, como la hoja de un puñal de hielo.
Las arañas, ¡las fúnebres arañas! hicieron infeliz a nuestra amiga. La guiaron por sendas escabrosas hacia la soledad, el desempleo, el desamor, la incomprensión, la angustia, la oscuridad de no encontrar caminos que no terminen en paredes negras...
Y cierto día Rebeca, ya sin fuerzas para seguir luchando por las cosas, maldijo a las arañas, ¡las maldijo! por haberle amargado la existencia... y las soltó en la calle, renegando de ellas, para siempre. Y subió a aquel edificio, lentamente... y llegó a la azotea... y una brisa, alborotó sus pelos venenosos... y le enredó la falda entre las piernas... Y se dejó caer, como una fruta... en dirección prohibida hacia el asfalto, que aguardaba ocho pisos más abajo.
Entonces sintió el miedo, el desarraigo, el vacío, peor que el de la vida, de quien se va a apagar en un instante. Y quiso despertar, huir de aquel vértigo, desandar metro a metro, piso a piso... aquel camino recto hacia la muerte, hacia los huesos rotos, y la sangre... esparcida por pasos de peatones.
Mas era tarde ya. El inconmovible asfalto la aguardaba con su definitivo martillazo...
... que no llegó a llegar.
Porque un abrazo... de algo liviano como luz de luna... frenó a medio camino la caída. Una red... como aquéllas que en el circo... le salvaban la vida al trapecista. Pero más pegajosa, más flexible... ¡No era una red! ¡Era una telaraña!
A pocos metros del dolor del suelo, la muchacha flotó en aquel regalo que le habían tejido sus mascotas.
El corazón de la mujer suicida redoblaba con tanto hambre de vida, que se quería merendar el mundo.
Rebeca abrió los ojos, deseando... intentarlo una vez más.
Tendió una mano al cielo, esperando que alguien la ayudara... a incorporarse... y a luchar de nuevo.
Sesenta y cuatro patas la ayudaron.
Madrid. 18 de octubre de 2006
2 comentarios:
Me ha encantado tu relato, ya tengo tu blog en favoritos y supongo que iré devorando cada uno de ellos..
Un saludo.
Me alegro de que te haya gustado!
Bienvenida a este rincón. Siéntete como en tu casa!
Saludos!
Publicar un comentario