domingo, 22 de abril de 2007

EL ALMA DE NÄIL (primera parte)

En la capital de la isla había un doctor, pero nadie acudía a él, porque los isleños nunca se fiaron de los médicos. Cuando alguien enfermaba, obviaba al matasanos y llamaba directamente a Prick.

El bueno de Prick ni siquiera había estudiado medicina. Pero era bueno cultivando hortalizas, y la gente del lugar opinaba que alguien capaz de hacer brotar la vida en la tierra estéril de aquella isla perdida, también la podía hacer brotar en el cuerpo de un enfermo.

Nadie se había molestado en exigirle a Prick un título o diploma. Los hechos hablaban por sí solos. ¿Que una frente ardía a causa de la fiebre? Pues el bueno de Prick administraba sus improvisados mejunjes de hierbas, y el mercurio del termómetro se batía en retirada. ¿Que un tobillo se torcía? Pues las robustas manos de Prick encajaban los huesos y tendones necesarios, y el dueño del tobillo lo celebraba bailando.

Según las malas lenguas, incluso el médico de la isla acudía a Prick en secreto cuando tenía dudas con algún paciente. Es decir: Cuando él mismo enfermaba, porque el único paciente del doctor de la isla era el propio doctor de la isla.

Pero no hagamos demasiado caso a las malas lenguas. Porque las malas lenguas no siempre son buenas.

Vayamos directamente al día en que Prick supo de la enfermedad de Näil.

Era un día de lluvia gris, y Prick se dedicaba a proteger un par de plantas que eran demasiado delicadas para ese tipo de lluvia, y para cualquier tipo de lluvia en general.

Escuchó unos pasos apresurados, y cuando levantó la vista de las plantas, pudo distinguir, a través de la cortina de lluvia, al criado asiático de Näil, que se acercaba desde el otro lado de las montañas.

Cuando el criado llegó hasta la cabaña, Prick ya había sacado el chubasquero y el maletín de las hierbas. Los años le habían confirmado una gran verdad: Cuando alguien se acercaba de ese modo, el caso era grave y había que partir hacia el pueblo cuanto antes.

Tolö era un agradable pueblecito de pescadores. La casa de Näil no tenía pérdida. Era la más cercana al mar. Cuando la marea subía, las olas lamían las paredes y se limpiaban la espuma en el felpudo. Sólo así podía ser la morada del marinero más sediento de aventuras de toda la isla. Un hombre que presumía de haber atravesado los mares más grandes en los barcos más pequeños.

Pero aquellos tiempos de viajes exóticos habían quedado atrás, y ahora la única balsa en la que se subía Näil era su lecho. Un lecho que, a menos que el bueno de Prick hiciera algo, sería de muerte.

Prick siguió al criado hacia el interior de la casa. En seguida percibió el olor de ese sudor helado que la fiebre utiliza como carta de presentación.

Cuando estaba a punto de entrar en el dormitorio, la voz cansada del viejo Näil le saludó desde el interior:

- Ten cuidado con la cabeza, amigo Prick...

Prick miró hacia arriba, y entendió a qué se refería el viejo. Del techo de la estancia colgaban centenares de hilos, y cada hilo terminaba en un anzuelo.

Nuestro amigo tuvo que agacharse para que los anzuelos no se le clavasen en la cabeza. En otras circunstancias, habría resultado casi cómico. Pero era difícil reírse con el viejo Näil delante de los ojos. El marinero tenía el rostro chupado, los ojos torturados y ojerosos, los temblores de quien no es del todo dueño de sí mismo...

El ojo entrenado de Prick llegó a la conclusión de que, en efecto, el caso era muy grave.

Se acercó al enfermo y le tomó el pulso al tiempo que intercambiaban los saludos de rigor. Conforme contaba las pulsaciones, nuestro amigo dirigía la mirada hacia los anzuelos del techo. Estaban untados con una sustancia espesa cuyo olor no recordaba a ningún potingue que conociera Prick.

- ¿A qué se debe la nueva decoración? – preguntó Prick, señalando los anzuelos.

- Me lo enseñó un estúpido hechicero de no recuerdo qué isla – respondió un fatigado Näil -. Es una trampa...

- ¿Una trampa? ¿Tienes miedo de que alguien entre a hacerte daño?

- Tengo miedo de que alguien salga.

- ¿Alguien? ¿Quién es alguien?

- Yo.

- Tú no estás en condiciones de salir a ningún sitio – le aseguró Prick -. En este estado no podrías dar más de tres pasos seguidos.

- No me refiero a mi cuerpo, maldito curandero. Me refiero a mi alma.

Por eso los habitantes de la isla confiaban en Prick. Cualquier médico, al escuchar aquello, lo habría atribuido a los delirios de la fiebre. Pero el bueno de Prick sabía leer en los ojos de la gente, y los ojos de Näil no se habían perdido aún en el delirio.

Sin pronunciar una sola palabra, Prick invitó al anciano a continuar.

- Se me escapa el alma, amigo Prick. Todas las noches, cuando me duermo, la muy condenada se me sale por la boca y vuela directamente hasta el Infierno.

El bueno de Prick se limitó a asentir.

- No me crees, ¿verdad? – protestó la malherida voz de Näil -. A mí también me costaría creerlo. Pero te aseguro que las cosas que se trae este alma mía cuando regresa de sus fugas, sólo pueden crecer en el Infierno...

- ¿Cuántas veces ha ocurrido? – preguntó el bueno de Prick. Y lo hizo con una naturalidad inconcebible.

- Todas las noches, desde hace una semana... – el anciano se interrumpió para secarse el sudor frío de la frente -. Me sumergía en un sueño condenadamente profundo, y al despertar recordaba cosas horribles. No me refiero a recuerdos de verdad. Me refiero a... recordar sensaciones... supongo que me entiendes...

El bueno de Prick no se sintió legitimado para asentir.

- Y hace algunas noches puse a mi criado Weng a vigilar el dormitorio. Pondría la mano en el fuego por la sinceridad de mi criado, amigo Prick, y si él dice que vio cómo mi alma salía por la boca y escapaba por la rendija de la ventana, así tuvo que ocurrir – los ojos de Näil se cerraron de puro agotamiento -. Por eso mandé colocar esos anzuelos, tal como me enseñó aquel hechicero idiota... no recuerdo en qué isla...

Prick dirigió una mirada hacia los hilos del techo, y una única palabra escapó de sus labios.

- ¿Funciona?

- Más o menos – respondió Näil -. Algunas veces la muy perra esquiva los anzuelos y se escapa, pero otras veces pica en la trampa y se queda ahí, colgada como un trapo, hasta que el sol se asoma por el horizonte. No es bueno para el alma eso de retorcerse en un anzuelo. Acaba con más agujeros que un colador, y eso no puede ser saludable. Pero lo otro, amigo Prick... lo otro es peor...

Por unos instantes, Prick dudó de la cordura del paciente. Así que decidió hacer lo más sensato:

Comprobarlo con sus propios ojos.

Aquella noche se instaló con Weng en una esquina de la habitación, y los dos hombres se dedicaron a vigilar al marinero.

Los anzuelos se mecían suavemente sobre las cabezas, empapados en aquella sustancia extraña y pegajosa.

Prick y Weng permanecieron en silencio, esperando a que el sueño se apoderase de Näil. Tardó poco en dormirse, pues el cansancio superaba al miedo. Los ronquidos empezaron a resonar por toda la estancia y, de repente, en mitad de uno de esos ronquidos... sucedió...

El bueno de Prick no daba crédito a sus ojos. Una cosa traslúcida y brillante comenzó a salir por la boca del anciano. A Prick le recordó a uno de esos trucos en los que el mago hace salir un pañuelo de la boca de alguien. Pero en esta ocasión el pañuelo parecía dotado de vida propia, y era bastante más inconsistente que cualquier trozo de trapo. “Es como la gasa de un vestido de novia”, pensó Prick. “Aunque los vestidos de novia no brillan en la oscuridad...”

Aquella luminosa serpiente de tul abandonó su madriguera y se desplegó por los aires como una medusa. Luego empezó a desplazarse por el cuarto como si bucease en un mar invisible, buscando un lugar por el que salir.

De repente, en uno de sus movimientos, aquella cosa quedó prendida en un anzuelo. Empezó a agitarse como si fuera un pez. Así estuvo toda la noche. Quejido de luz y éter. El cuerpo del marinero, mientras tanto, yacía en el camastro tan rígido e inmóvil como el mejor de los cadáveres.

Pasaron horas, y Prick las invirtió en estrujarse el cerebro, tal vez buscando soluciones; tal vez intentando asimilar aquel fantasmagórico espectáculo.

- Sol regresa – anunció el criado de buenas a primeras, interrumpiendo las reflexiones de nuestro amigo.

Cuando los rayos del astro rey atravesaron la ventana, Weng se levantó y desenganchó el alma de Näil de aquel anzuelo. El alma, o lo que demonios fuera, regresó automáticamente a su madriguera. En cuanto se hubo introducido por la boca del marinero, éste recobró el movimiento y abrió unos ojos tras los cuáles se adivinaba un nuevo y punzante dolor de espíritu.

Durante toda la mañana, Prick estuvo probando sus hierbas medicinales sin resultado alguno. Ya pasado el mediodía, los ojos del curandero se encendieron con el brillo de una idea.

- Mi querido Näil – empezó, dirigiéndose al enfermo -. Si te dijese que ello ayudaría a remediar tu mal, ¿te atreverías a permitir que tu alma escapase por la ventana una vez más?

El marinero lo sopesó durante varios minutos. Finalmente, asintió con un gesto tembloroso.

- No me agrada la idea de volver al Infierno – contestó -. Pero si alguna vez he confiado en un hombre, amigo Prick, ese hombre eres tú.

Sin detenerse a pensarlo dos veces, Prick mandó al criado a comprar el sedal más largo que pudiese encontrar. Mientras Weng se ocupaba de buscarlo, él descolgó todos los anzuelos que pendían del techo.

Cuando llegó la noche, la habitación estaba lista, y la ventana abierta. Aquel dormitorio era la pista de despegue ideal para el alma de Näil.

Prick y Weng aguardaron en un rincón, armados con un anzuelo. Un anzuelo impregnado de aquella sustancia pegajosa y amarrado al sedal más largo que se vendía en la isla.

Se hizo el silencio, luego el silencio se vio inundado de ronquidos, y uno de ellos catapultó el alma de Näil hacia el mundo exterior.

Aquella cosa se detuvo unos cuantos segundos, flotando a pocos centímetros del cuerpo del viejo. Parecía estar escrutando, analizando los posibles peligros... Al comprobar que habían desaparecido los anzuelos, se encaminó hacia la ventana abierta.

- Ahora – susurró Prick.

Y el criado, haciendo gala de una puntería bien entrenada, lanzó el anzuelo hacia el alma de Näil, alcanzándola justo cuando traspasaba el umbral de la ventana.

De esa manera, el alma quedó amarrada al sedal, y los dos hombres salieron de la casa, siguiendo de cerca a aquella gasa luminosa, como quien pasea a un perro o maneja una cometa.

Cada vez que el alma intentaba viajar más rápido que ellos, tiraban del sedal y la frenaban. Pero el alma de Näil no desistía, y proseguía en su camino hacia vete a saber dónde.

Aunque Prick era un hombre razonable, llegó a albergar el temor de que el viejo estuviese en lo cierto, y la excursión desembocase en el Infierno. Casi sintió alivio cuando comprobó que los tirones del sedal lo encaminaban hacia la playa.

Cuando llegaron a la orilla del mar, la prisionera se empeñó en sobrevolar las olas, mar adentro.

- Creo que necesitaremos una barca – murmuró el bueno de Prick para sí mismo.

Y el criado Weng, dándose por aludido, arrastró la barca más cercana hacia las aguas.

Navegaron durante horas por las aguas oscuras. El alma los guiaba, tirando impetuosamente del sedal.

Prick y Weng remaban bajo una luna que no alumbraba demasiado. No vieron los arrecifes hasta chocar con ellos. La barca se tambaleó, víctima de un terremoto en miniatura.

- ¿Todo bien? – preguntó Weng a nuestro amigo.

Prick asintió.

- Espero que no se haya dañado el casco.

Revisaron la embarcación, y lo más serio que encontraron fue un rasguño. Suspiraron aliviados al comprobar que la embarcación aguantaría el viaje de vuelta.

Pero cuando alzaron la cabeza, los dos dieron un respingo simultáneo. El alma de Näil había desaparecido tras una esquina del arrecife, alejándose todo lo que el sedal le permitía.

- ¡Vamos! – urgió Prick.

Y los dos se asomaron a través de aquella esquina rocosa, sin saber que lo que les aguardaba al otro lado prometía dejarles tan de piedra como aquellas rocas frías en las que se apoyaban.

Una mujer...

Eso es lo que encontraron al otro lado de la esquina. Una mujer muy pálida, postrada entre los salientes del arrecife. Una mujer desnuda, que habría sido preciosa de no ser por su aspecto tan poco saludable. Una mujer de mirada tan vacía como la de los peces que se arrastraban en los charcos, bajo sus pies descalzos.

El alma de Näil aterrizó junto a la mujer, que la miró con sus ojos de pescado muerto, mientras le desenganchaba el anzuelo con un primor autómata.

La expresión de Weng se tornó horrorizada, estupefacta... Nuestro amigo Prick, que sabía leer en los ojos de la gente, adivinó al instante que no era la primera vez que el criado se encontraba con aquella persona.

- Mirna... – murmuró el asiático, y su voz era el vivo retrato de la incredulidad.

Prick no tuvo tiempo de interrogar al criado, porque justo en ese momento, la mujer se arropó con el alma de Näil, como si de un chal se tratase, y se zambulló en uno de los charcos que había en el arrecife.

Los dos hombres corrieron hacia el charco, pero llegaron tarde. La mujer había desaparecido en las profundidades del charco, y eso era algo difícil de entender, porque el agua apenas llegaba para cubrir los tobillos.

Pasaron toda la noche junto a la orilla del charco, haciendo guardia. Prick intentó interrogar al criado sobre aquella mujer que, al parecer, respondía al nombre de Mirna. Pero Weng parecía haber entrado en estado de shock, y era incapaz de articular palabra.

Nuestro amigo comprobó una y mil veces la profundidad del charco. El agua cubría solamente unos pocos centímetros, y por debajo de ella había roca dura, cubierta de líquenes. El hecho de que una mujer se sumergiese en él era algo que desafiaba a toda lógica.

No sucedió nada digno de mención hasta que el sol empezó a asomar allá en el horizonte. Segundos antes de que los rayos solares bañasen el arrecife, la misteriosa mujer volvió a salir del charco, aún arropada por el alma de Näil, que se ajustaba a su cuerpo sinuoso como una capa de luz.

La desconocida se desplomó junto al borde del charco, tosiendo y vomitando agua de mar.

En cuanto recibió la luz del día, el alma de Näil abandonó a la joven para emprender el camino de regreso hacia su dueño. Ella intentó agarrarla con sus brazos enclenques, pero cuando los dedos de su mano consiguieron cerrarse en torno a algo, ese algo era aire.

Nuestro amigo Prick la observaba estupefacto, desde el otro extremo del charco. La pobre perdía su vacua mirada en ese aire que se le escurría entre los dedos.

- ¿Se encuentra bien, señorita? – preguntó el bueno de Prick, mientras bordeaba el misterioso charco.

La joven se estremeció al reparar en él, y saltó hacia el mar emitiendo un sonido torturado.

El curandero se quedó mirando al mar durante varias horas, hipnotizado. Quizá esperaba ver el cadáver de aquella pobre joven cabalgando en una ola hacia un afilado destino con forma de roca. Pero el cuerpo no llegó a aparecer.

Cuando Prick y Weng regresaron a la casa del pescador, lo encontraron más febril que el día anterior. Su alma, una vez más, había regresado cargada con un equipaje indeseable.

- Espero que esto haya servido de algo – dijo Näil cuando vio entrar al curandero -. Ya no me reconozco – su voz era la voz de alguien que ya no tiene fuerzas de vivir -. Mi alma está sucia, Prick... la siento sucia... ha pasado por lugares que no están hechos para el alma de los hombres. Dime que esto ha servido para algo. Dímelo, por favor...

El curandero depositó su límpida mirada sobre los ojos del viejo. Esperó a que se callase, y finalmente le preguntó con una amabilidad sombría:

- ¿Sabes algo de Mirna?

El viejo Näil apartó la mirada, avergonzado. Un remordimiento lejano le contrajo los músculos del rostro.

- Ay, mi querido Prick – empezó -. Siéntate en la silla más cómoda que encuentres. Voy a contarte una historia:

Continuará...

Fuerteventura. 7 de septiembre de 2006

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