domingo, 22 de abril de 2007

PASITOS DE HADA

El mundo siempre ha estado loco. Pero cierto día, la locura se convirtió en infierno.

Nadie conseguía recordar cuándo empezó todo. Sucedió un día cualquiera. El silencio se infiltró por debajo de todas las cosas, como una alfombra negra. Muy suavemente. Tan suave, que nadie lo advirtió hasta que fue demasiado tarde.

Todos se esforzaron en hacer ruido. Sonaron más coches que nunca en las calzadas. Tintinearon sin parar los tenedores en los restaurantes. Mandos a distancia subiendo el volumen de televisores, transistores, aparatos de música... Martillazos que golpeaban clavos que golpeaban paredes para colgar cuadros tristes en paredes vacías. El silbido de serpiente de las ollas express. Los tonos y politonos del teléfono. El chasquido de las teclas de los ordenadores...

Todo ello tocando un concierto al amparo de la batuta del desconcierto. Intentando tejer una ilusión de cacofonía descarriada. Pero de nada servía, porque bajo todos aquellos ruidos, permanecía, inamovible, aquella alfombra de silencio negro.

La gente enfermaba, enloquecía. Una tristeza insondable se aposentaba como un peso invisible en cada sonrisa, hasta invertir su curva cóncava.

Y todo era culpa de aquel silencio inhóspito. Desde que estaba allí, acechando por debajo de todas las cosas, había una región del cerebro de los hombres que no tenía con qué distraerse. Se enfrentaba a la densa alfombra negra, y el silencio llenaba las mentes de preguntas incómodas. Y las preguntas sembraban el vértigo. La gente empezaba a plantearse cosas que no están hechas para los insignificantes humanos. El intelecto se colapsaba, reflejado en aquel espejo sin fondo. Por eso la gente enloquecía, se deprimía, entristecía... dejaba de buscarle un sentido a las cosas, porque el sentido que insinuaban los susurros del silencio era inquietante, incomprensible, desbordante... La razón despeñaba por desfiladeros y desvariaba en idiomas que nunca fueron suyos. Todos acababan gritándose los unos a los otros, o gritándose a sí mismos o, en el mejor de los casos, quitándose la vida. El mundo se transformaba en un lugar inhóspito, y el descanso no hacía descansar a nadie.

Los científicos estudiaban, conjeturaban y medían, pero no encontraban ninguna solución, porque ni siquiera fueron capaces de descubrir la explicación del mal. Las mentes más brillantes del planeta no conseguían rendir bien bajo el influjo de aquel silencio omnipresente.

El tipo que realizó el descubrimiento ni siquiera era científico. Era un tío normal y corriente. Es decir, igual de extraño que cualquiera.

Conectó a la tele su cámara doméstica, para recordar a su difunta esposa en una de esas grabaciones sentimentales de la barbacoa de un domingo. Y en seguida, un pequeño alivio se aposentó en su corazón.

Al principio pensó que se debía al recuerdo de su mujer. Luego se dio cuenta de que había algo más. Aquel video doméstico estaba grabado antes de que llegase el “silencio de debajo de todas las cosas”.

El tipo acercó la oreja al altavoz de la tele. Entonces lo escuchó... y aunque hasta aquel momento no había reparado en ello, fue consciente de cuánto lo había echado de menos. Pasitos de hadas. Los sonidos inaudibles de miles de patitas en las que nadie reparaba, pero que estaban allí, produciendo una música, un susurro inconsciente. Pasitos de hada. Sonaban justo en el lugar en el que ahora estaba el silencio: Por debajo de todas las cosas.

El marido viudo subió el volumen, hasta que la estática se hizo molesta. Pero a él no le molestaba. Él se dejaba hipnotizar por los pasitos de hada. Y tras unos minutos, se dio cuenta de que aquello no eran hadas. Su memoria emocional reconoció la naturaleza de aquél ruido:

Cucarachas...

Eran las cucarachas. De repente, aquel hombre recordó cuándo empezó el silencio que hay por debajo de todas las cosas: Cuando aquella célebre empresa farmacéutica inventó aquel insecticida que erradicó a las cucarachas para siempre.

Al principio todos lo celebraron. Un mundo sin cucarachas. Parecía demasiado bonito para ser verdad. Se acabaron el asco, los crujidos desagradables bajo la suela del zapato, el desagradable cosquilleo por debajo de la ropa...

Los seres humanos nunca se pararon a pensar que aquellos bichos estaban allí por algo. Dios las había puesto allí para espantar aquel silencio con el ruido de sus patitas. Para evitar que el hombre se enfrentase al silencio que existe por debajo de las cosas; para evitar que se hiciese esas preguntas que acechan por debajo de las cosas...

Eran un regalo de Dios. Y nosotros lo habíamos exterminado.

Cuando el marido viudo comunicó su descubrimiento a las autoridades, todos se llevaron las manos a la cabeza en uno de esos gestos de “¿cómo no se nos había ocurrido antes?” Y cuando las manos se alejaron de las cabezas, todas las expresiones eran de desesperanza.

La gente empezó a visionar una y otra vez sus videos del pasado, como yonkies prisioneros de una droga. Buscando los pasitos de hada en los altavoces de sus televisores.

Se organizaron expediciones a los lugares más recónditos del planeta, en la búsqueda de alguno en el que las cucarachas hubiesen sobrevivido. No encontraron ni una. Aquel insecticida de guerra biológica se había extendido por todo el mundo, como un jinete apocalíptico anunciando el advenimiento del silencio. Del silencio que existe por debajo de las cosas.

Intentaron clonar a los insectos, pero es difícil jugar a ser Dios cuando Dios se ha enfadado contigo por rechazar su regalo.

La desesperanza se sumó a las demás locuras que fustigaban el planeta. Y pasaron varios años hasta que otro hombre atisbó una lucecilla de esperanza.

Esta vez sí se trataba de un científico. Uno de ésos que se pasan el día pegados a unos auriculares, escuchando los sonidos del espacio, buscando vida en otros planetas y galaxias.

El científico hacía girar las ruedecillas de la radio, saltando de una estrella a un quasar, de un quasar a un pulsar, de un pulsar a un sistema solar desconocido...

Y de repente...

... ¡las escuchó!

No daba crédito a sus oídos. Subió el volumen. Afinó la frecuencia girando un poco más la ruedecilla, abrió los ojos como si fueran platos, abrió los oídos como si fueran ojos... Y allí estaban...

Pasitos de hada...

La noticia del descubrimiento se difundió en cuestión de horas. ¡Habían hallado cucarachas en un satélite de un planeta de un sistema solar desconocido!

Nadie puso objeciones. Nadie discutió sobre presupuestos. La expedición se organizó de inmediato. Los mejores astronautas del mundo. Países rivales unidos por una causa común: Fletar una nave espacial que fuese hasta allí, llenase las bodegas de cucarachas, y regresase con ellas para amueblar el silencio que existe por debajo de las cosas.

La tecnología se había desarrollado muchísimo. Ya no se trataba de las lentísimas naves del siglo XXI, pero a pesar de ello el satélite estaba en un rincón lejano de la galaxia, y la nave tardaría varios años en ir y volver.

En el planeta Tierra todos contaron esos años minuto por minuto. Las pocas grabaciones del pasado no bastaban. Aquellos hexápodos de inquietas antenitas eran esperados y venerados como dioses minúsculos.

Cuando los radares detectaron a la nave espacial aproximándose, en el camino de regreso, las multitudes se aglomeraron en el lugar de aterrizaje. Canciones, champán, expectación... y muchas otras cosas que no conseguían remediar el silencio que existía por debajo de las cosas... pero que eran obligadas en una tarde tan señalada como aquélla.

La nave aterrizó, provocando una tormenta de polvo. Todos clavaron los ojos en la rampa, que se abría lentamente.

Los primeros en salir fueron los astronautas. Los mejores astronautas del mundo. O lo que quedaba de ellos. Cayeron rodando por la rampa, inanimados como muñecos de trapo. Los cascos chocaron contra el suelo. El cristal se agrietó, y a través del caleidoscopio de las grietas, todos pudieron ver los rostros semidevorados, deformados por un sufrimiento de más allá de las estrellas.

Los habitantes del planeta tierra gritaron. Y entre sus gritos, oyeron cómo se aproximaban, desde el interior de la nave... pasitos de hada...

Millones y millones de pasitos de hada...

Pero esta vez tampoco se trataba de hadas...

... ni de cucarachas...

Fuerteventura. 2 de septiembre de 2006

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