LA HISTORIA DE NÄIL: LA HISTORIA DE MIRNA
Cuando el mar se enfada con un barco y decide convertirlo en palillos de dientes, ya no hay nada que hacer. Salvo buscar un buen tablón al que agarrarse y rezar para que no vengan los tiburones.
Los malditos escualos saben que donde hay palillos de dientes, hay comida. Y el mar es un mantel en el que nadie respeta los buenos modales.
Aquella noche, el mar se enfadó. ¡Ya lo creo que se enfadó!
La tormenta derribó el palo mayor, el palo mayor derribó el palo menor, el palo menor derribó el puente de mando... y así el barco fue derribándose a sí mismo, de una manera que me recordó a aquellos accidentes en cadena. Sí... Aquéllos que fabricaba el viejo Fingus con sus fichas de dominó, en la mesa del comedor... Esa mesa del comedor que en menos de diez minutos estaba flotando en el océano, bocarriba, rodeada de astillas y de marineros muertos de miedo. O incluso muertos del todo.
Los tiburones se llevaron a dos.
Las olas gigantes se llevaron a trece, y luego debieron pensar que aquel número traía mala suerte, pues regresaron y se llevaron al número catorce, embalsamado en sal.
A la mañana siguiente quedábamos cinco. Solamente cinco, apiñados en la superficie de una balsa improvisada y cochambrosa. Deshidratados, insolados, desesperados...
Todos éramos lobos de mar de la vieja escuela. Por eso estábamos vivos todavía. Conocíamos aquellas aguas como la palma de nuestras manos, y sabíamos que los barcos solían evitarlas. Estábamos flotando a la deriva en medio de ninguna parte, y si algún barco aparecía a menos de un centenar de millas de allí, ese barco solo podría responder a un nombre: “Milagro”.
Y el galeón “Milagro” apareció.
Rubens Piesdecangrejo fue el primero en verlo. Qué buena vista tenía el condenado... Sus ojos eran catalejos vivientes.
Al principio temimos que fuera un espejismo. Pero no... Aquel puntito negro que asomaba en el horizonte se fue acercando poco a poco, hasta que todos pudimos distinguir el velamen de una embarcación como Dios manda.
¡Un maldito barco!
Un maldito barco navegando en medio de ninguna parte y rumbo a ninguna parte. Ninguno de nosotros se paró a pensar en lo sospechoso que resultaba todo aquello. Ninguno se esforzó en adivinar el color de la bandera que coronaba el mástil. Todos agitábamos las manos como idiotas, y pedíamos ayuda con nuestra voz marchita, desentrenada, estropajosa, seca...
Vimos cómo unas manos arrojaban cinco maromas hasta los pies de nuestra balsa. Nos lo tomamos como una invitación a subir.
El ascenso fue lento. Estábamos cansados, y llevábamos no sé ni cuántos días sin comer. Cuando al fin empezó a terminarse la maroma y a comenzar la borda, una mano agarró la mía desde dentro del barco, y me ayudó a subir.
Había algo extraño y frío en aquella mano anfitriona, pero no le concedí importancia hasta que no vi la mirada del dueño de la mano. Una mirada ausente. Casi me atrevería a decir que miraba a través de mí y desde la nada más oscura. De esa inquietante manera en que te mira el agujero de un jarrón.
Estudié a los demás tripulantes de la nave. Todos tenían esa misma mirada, o esa misma no-mirada. Los que ayudaban a mis compañeros a subir. Los que realizaban las labores en cubierta... Jarrones vacíos. Eso es lo que eran.
Yo había visto antes ese tipo de mirada. Zombi. Así los llamaban en Haití. Muertos en vida. Cuerpos esclavos que vagan sin alma por nuestro condenado mundo.
Daba escalofríos pisar un galeón entero tripulado por zombis. Los veías allí, fregando las cubiertas con movimientos mecánicos, replegando las velas sin saber lo que hacían, o vigilando desde lo alto del mástil, sin vigilar en realidad, perdiendo en el horizonte aquellos dos boquetes que tenían por ojos.
Mis compañeros supervivientes estaban tan perplejos como yo.
Recordé mis desembarcos en Haití, buscando la manera de enfocar el asunto. Aquellos infelices no podían manejar el barco sin ayuda de un ser humano normal y corriente. Alguien con conciencia. Normalmente los zombi sólo obedecen órdenes de un amo. Y el amo tiene todavía el alma como Dios manda: Encerrada en el cuerpo.
Busqué al amo con la mirada. Y fue él quien acudió a mi encuentro. La puerta del puente de mando se abrió, emitiendo un ruido que sonaba más a amenaza que a consuelo. El hombre que asomó por esa puerta sí llevaba un alma asomando por detrás de las pupilas. Y si algo sé de hombres, amigo Prick, te aseguro que el alma de aquél será pasto en las praderas del Infierno, cuando llegue el Gran Día. Ya sabes lo que quiero decir... Aquel malnacido no era ni mucho menos trigo limpio.
Pero el desconocido no salió solo a la cubierta. Le acompañaba otro individuo, de raza negra. Sólo tuve que echar un vistazo a sus tatuajes y a su mirada de gato para entender que se trataba de un maldito brujo.
El brujo caminaba por detrás del otro, mostrándole respeto. Y el otro nos miró a los cinco de manera despectiva, como se mira el embutido en los escaparates. Finalmente se volvió hacia el brujo y le ordenó:
- Conviértelos.
- Eso no es buena idea, capitán – replicó el brujo -. Allá donde vamos, necesitaremos hombres de verdad.
- No quiero hombres de verdad a bordo de este barco. Acabarían amotinándose, y robándonos el tesoro.
- Comprendo sus temores, capitán – contestó el negro -. Pero sin hombres de verdad no podremos sacar el tesoro de donde está. Déjeme conservar a uno, por lo menos.
El hombre que se hacía llamar capitán meditó durante unos segundos.
- Está bien – concedió -. Solamente uno. Los demás serán convertidos.
El brujo se acercó a nosotros y nos dijo:
- El que aguante más tiempo sin respirar, conservará su alma.
No teníamos más remedio que obedecer. Allí estábamos los cinco, en fila, apoyados en la borda, sin permitir que el aire entrara en nuestros pulmones. Nos mirábamos los unos a los otros, y cada una de las cinco miradas pedía disculpas a las otras, por intentar sobrevivir.
Hans Caradeliebre fue el primero en caer. Tendríais que haber visto la desesperación esculpida en su rostro. Por todos los demonios...
El segundo en vender su alma por una bocanada de aire fue Rubens Piesdecangrejo.
Ya sólo quedábamos tres aguantando la respiración. El capitán y el brujo nos observaban con interés. Pensé en escapar, pero había visto funcionar a los zombi en el pasado. Sabía que a una sola palabra del capitán, todos se lanzarían sobre mí. Marco Dedosdeanémona fue el tercero en respirar. Quiso saltar por la borda, pero los tripulantes lo sujetaron con sus manos muertas.
Sólo quedábamos el pelirrojo Jakes y yo.
Lo cierto es que estaba más preocupado por el pobre Jakes que por mí mismo. Sabía que aquella partida la tenía ganada de antemano. Yo era bueno buceando. Antaño me había ganado la vida en los mares del Pacífico, mendigando a las ostras que viven en lo hondo.
Cuando el pelirrojo Jakes se desplomó en la cubierta, bebiendo aire para toserlo luego, cerré los ojos, sintiéndome de pronto rematadamente solo.
Y ésa fue una de las únicas tres veces que he rezado a Dios nuestro señor.
El ritual se realizó esa noche.
A la luz de las antorchas, tuve que ver cómo aquel brujo envenenaba a mis cuatro compañeros con una pasta de hierbas maloliente. Los infelices enloquecieron. Arañaban las tablas de la cubierta. Chillaban llevándose las manos al estómago, con los ojos en blanco. Y a los pocos minutos, estaban muertos. Cuatro cadáveres envenenados, a la luz de la luna y las antorchas.
Tres días más tarde, los cuatro resucitaron... y se incorporaron a las tareas de a bordo. Obedecían como autómatas. Cuando me los cruzaba en la cubierta, se me erizaban los pelos de la nuca. Ya no eran ellos. Me miraban y no me reconocían. Me miraban y no los reconocía. Hans Caradeliebre, Ruben Piesdecangrejo, Marco Dedosdeanémona y Jackes el pelirrojo no volverían a responder a dichos nombres, ni a ningún otro. Ahora también ellos eran cántaros vacíos.
Yo no estaba obligado a trabajar en el barco, así que decidí pasarme casi todo el viaje encerrado en la bodega. No me gustaba tropezarme con los despojos de mis viejos amigos.
Tras varios días de navegación, noté que el galeón había fondeado. Aquello me inquietó. Según mis cálculos, no podíamos estar cerca de ningún puerto en el que hacer escala.
La curiosidad pudo más que la pena. Subí a cubierta, y al asomarme por la borda presencié un espectáculo extrañísimo. El barco estaba anclado a pocos metros del arrecife. Ese mismo arrecife que vosotros habéis visitado hace unas horas, amigo Prick.
Pero la escena más grotesca se desarrollaba en el centro del arrecife. Allí estaba el zombi del pelirrojo Jackes, desnudo como Dios lo trajo al mundo, chapoteando dentro del charco sin ilusión ninguna.
El capitán y el brujo observaban al zombi. Al primero le faltaba un pelo de maroma para empezar a tirarse de los suyos. Desde la borda pude oír su conversación.
- ¡Que me lleven los diablos! ¡Esto no funciona! – vociferaba el capitán -. ¿Por qué no puede pasar al otro lado? ¡Como me hayas timado, maldito hechicero...!
- No le he timado, capitán. No recorrería tantas millas de mar sólo para timarle en el último momento. ¿Qué ganaría a cambio?
- ¿Entonces por qué demonios no funciona? ¡Está desnudo!, ¿no?
- Ya le dije que estar desnudo no era el único requisito. Si se molestase en escucharme, nos habríamos ahorrado todo esto. Hay dos normas para poder atravesar el charco. La primera es que el cuerpo esté desnudo. Y la segunda es que el alma esté en el cuerpo. Así funciona el sortilegio. Un cuerpo sin alma jamás podrá pasar al otro lado.
- Tú y yo no podemos bajar ahí – decidió, pensativo, el capitán -. Sería arriesgado.
- Ya lo sé capitán. Por eso insistí en que conserváramos a uno.
Los dos hombres alzaron sus miradas y las clavaron en mí.
Media hora más tarde, estaba yo también en el arrecife, desnudo, con las cosas colgando.
Me condujeron hacia la orilla del charco, y mientras el capitán me escrutaba con desconfianza, el hechicero empezó a darme órdenes:
- Saltarás al interior del charco. Atravesarás el suelo, como por arte de magia. Entonces estarás en una cueva. Una cueva submarina. Tendrás que bucear hasta el fondo de la cueva. Allí encontrarás una montaña de estatuas. Estatuas de oro, engarzadas con piedras preciosas. Harás siete viajes, y en cada uno de ellos nos traerás una estatua. Siete viajes. Siete estatuas. Ni una más.
- ¿¡Nada más que siete!? – vociferó el capitán -. ¡Que se las traiga todas! No hemos navegado hasta aquí para llevarnos solamente siete. ¡Las quiero todas!
- No, capitán – respondió el brujo, con voz tajante -. Esas estatuas están ahí por un motivo. Los magos antiguos las amontonaron para que bloqueasen con su peso una compuerta que hay en el suelo de la cueva. Al otro lado de esa compuerta está encerrado el Süruh. Si quitamos demasiadas estatuas, el peso disminuirá demasiado, y el Süruh podrá levantar la trampilla y escapar.
- ¿Qué demonios es eso del Süruh? – quiso saber el capitán.
- El Süruh no puede salir de su cárcel – volvió a decir el brujo. Y el terror que se percibía en su mirada bastó para convencer al capitán.
- Está bien – concedió éste -. Con siete de esas estatuas tendremos suficiente para comprar un continente entero.
Me empujaron hacia el interior del charco. Yo era un hombre de poca fe, y pensé que me chocaría de bruces contra el suelo mojado, pero no sucedió así. Lo único que sentí en el cuerpo fue el fresco azote del agua salada. Vaya si lo echaba de menos...
Miré hacia arriba y vi la forma del charco: Un agujero a través del cuál veía el cielo y la figura distorsionada de los dos hombres, que me miraban sin verme.
Luego miré hacia abajo, y mis ojos se abrieron como atolones al contemplar la cueva submarina más maravillosa que habían conocido. Las paredes estaban adornadas con tapices naturales. Tapices de algas y coral, de todos los colores.
Buceé un buen rato entre cangrejos y lapas. Cuando llegué hasta el fondo, mis ojos se abrieron más todavía. Aquello no se ve todos los días, amigo Prick. Había cientos de estatuas amontonadas en un rincón. Todas ellas como las había descrito el hechicero: De oro y piedras preciosas.
En verdad era una pena llevarse sólo siete, pero en otra cosa había acertado el brujo: Bajo las estatuas había una trampilla de aspecto inquietante, y si en verdad había algo al otro lado de ella, aquella montaña de oro era el cerrojo que lo mantenía encerrado.
Di siete viajes, y en cada uno de ellos deposité una estatua en tierra firme.
Cuando mis carceleros tuvieron las siete estatuas en su poder, el barco zarpó, y nosotros con él.
Volví a encerrarme en la bodega, y quiso la suerte que desde allí pudiese oír, a través de una ranura entre las tablas, la frase que le dijo el capitán al brujo:
- Quiero que lo conviertas esta noche. No me gustaría que lo fuese contando por ahí.
Yo no soy un hombre demasiado creyente, amigo Prick. Pero si tengo que escoger entre mi alma y mi vida, no necesito darle demasiadas vueltas al asunto.
Salté al mar desde un ojo de buey. Estuve varios días a la deriva, y era consciente de que mis posibilidades de sobrevivir eran mínimas. Pero siempre fui un hombre de suerte. Quien no lo sea, más le vale buscar un oficio en tierra firme.
Naufragué en un islote. Allí me fabriqué una balsa. La balsa me llevó hasta un barco mercante, y el barco mercante me trajo al mundo civilizado.
A los pocos meses supe que el capitán y el brujo habían ido a medias. Vendieron las estatuas por más dinero del que cabe en cualquier cofre, y se convirtieron en gente rica y poderosa.
Yo me olvidé enseguida del asunto. Conservar la vida era ya suficiente recompensa. Contraté a mi criado Weng, y nos dedicamos a pescar cualquier cosa que tuviese escamas en cualquier sitio en el que hubiese agua salada.
El pescado nos daba para vivir. No necesitaba nada más. No hasta que conocí a Mirna.
Era la mujer más hermosa que ha pisado el mundo. Weng te lo puede confirmar. Te miraba y despertaba hormigas carnívoras dentro de ti. Pero hacía falta mucho dinero, y mucho poder, para que una mujer como Mirna se fijase en un mortal como yo.
Mucho más dinero, y mucho más poder, del que se puede ganar pescando estúpidos peces.
En seguida me acordé del arrecife, del charco, de la gruta submarina, de la montaña de esculturas de oro, con ojos de esmeralda, con uñas de rubíes... Si el capitán y el brujo habían medrado tanto con sólo siete estatuas, venderlas todas podría convertirlo a uno en el hombre más poderoso del planeta.
Dejé a Weng a cargo de todo y me eché a la mar, en busca del arrecife. Había hecho mis cálculos en aquel galeón, mientras permanecía encerrado en la bodega. Si esos cálculos no fallaban, daría con aquel trozo de roca en pocos días.
Y mis cálculos no fallaron.
Desembarqué en el arrecife, me desnudé, salté al charco y me sumergí en la gruta. Llegué hasta lo más hondo, muchas veces, todas las necesarias para trasladar el centenar de estatuas hasta los sacos que guardaba en mi velero.
En mi excitación, me había olvidado de la trampilla del suelo de la gruta. Cegado por mi deseo de acceder a Mirna, olvidé recordar todo aquello del Süruh.
Apenas quedaban diez estatuas cuando sentí que la trampilla se abría, destripando algas. Tenías que haber visto al ser que se asomó por ella, amigo Prick. Tenías que haber visto al Süruh.
Era la criatura más horrenda que se ha puesto delante de mis ojos. Un ser amorfo, de escamas podridas y afilados dientes de morena. De ojos acuosos como medusas venenosas.
El Süruh me agarró del brazo y tiró de mí, para susurrarme al oído estas palabras con una voz muy líquida:
- Me has liberado, y ahora estás perdido. Me comeré tu carne, tus entrañas y tus huesos.
Yo le supliqué, pero allí, bajo el agua, solamente salían burbujas de mi boca. El Süruh pareció entender esas burbujas, y volvió a susurrarme:
- Marcha, pues, con tu amada. Llévate las estatuas y prospera. Pero el Süruh no regala nada. Una vez al año, tu esposa deberá venir aquí, a pasar una noche conmigo.
Yo se lo prometí a aquel monstruo. Era la única manera de salvar la vida. La única manera de poder volver a ver a mi querida Mirna, y de que ella se dignase a verme a mí.
Naturalmente, no tenía intenciones de cumplir esa promesa. Abandoné el islote tan pronto como pude, con las bodegas del velero cargadas de oro y joyas.
Después de eso todo empezó como tenía que empezar. Vendí el tesoro. Me hice más rico y poderoso que ningún otro hombre que haya surcado estos mares. Sí, amigo Prick. Yo fui un hombre importante en otros tiempos. Mirna se fijó en mí. Nunca supe si la estaba comprando o conquistando, pero a los pocos meses nos casamos.
De un modo u otro, éramos felices, y aprendimos a querernos como marido y mujer. Era todo perfecto, y entonces sí que no ambicionaba nada más.
Pero una noche, justo la noche de nuestro primer aniversario, Mirna desapareció.
Weng y yo la buscamos por toda la casa. Ni rastro de ella. Cuando llegamos al embarcadero, nos dimos cuenta de que faltaba una barca.
Ordené a todas mis flotas que la buscasen, y lo hicieron sin éxito. Yo temía que se hubiese hartado de mí, temía que la hubiesen secuestrado para pedir rescate, temía mil cosas... pero de entre esas mil, la que más miedo me daba, era la más irracional de todas.
Mirna regresó a la semana siguiente, por sus propios medios. Ató la barca en el pantalán y se acostó en la cama junto a mí. Tenía fiebre. No recordaba dónde había estado, pero se había traído de allí un tormento que le carcomía el espíritu.
Llamé al médico más caro, y cuando terminó de examinarla, pronunció dos únicas palabras:
- Está embarazada.
Todos me dieron la enhorabuena. Yo no sabía hasta qué punto la merecía.
Mirna se recuperó de sus trastornos, pero un poso de amargura se le quedó en el fondo del alma para siempre. Su barriga crecía, y yo le concedía todos los antojos, a pesar de que eran antojos condenadamente raros... a pesar del mal presentimiento que me nacía cada vez que pegaba la oreja a la tripa de Mirna...
El niño fue sietemesino, si es que aquello era de verdad un niño. No tenía piernas, sino una especie de tentáculos de medusa. Su piel estaba cubierta de escamas viscosas, y sus brazos terminaban en pinzas de cangrejo.
Cuando me lo llevé para ahogarlo entre las rocas, Mirna trató de impedírmelo, poseída por un inexplicable instinto maternal. Se lo arranqué literalmente de los brazos, y me alejé hacia la costa, escuchando sus chillidos, cada vez más lejanos.
Lo sumergí en el agua para ahogarlo, pero parecía respirar bajo ella, observándome con sus ojos extraños, sin parpadear. Finamente le tuve que machacar la cabeza con una roca.
Aquel incidente aportó un matiz sombrío a nuestra relación, pero a pesar de ello nuestra vida fue apacible.
Pero llegó la noche de nuestro segundo aniversario, y a pesar de todas mis precauciones, la pobre Mirna volvió a desaparecer.
Regresó a los pocos días con los mismos tormentos flagelándole el alma... y embarazada por segunda vez.
Siete meses más tarde, nació una criatura similar a la primera, y yo la asesiné del mismo modo.
Cuando llegó la noche del tercer aniversario, decidí comprobar si mis temores eran ciertos. Espié a Mirna hasta que se marchó en la barca. Luego la seguí de cerca, en otra de mis embarcaciones.
Tras un día y medio de navegación, ya no cabía duda. Nos dirigíamos hacia aquel maldito arrecife.
Desembarqué en las rocas y me escondí lo mejor que pude. Aunque algo me decía que era una precaución innecesaria. Mirna no habría reparado en mí de todos modos. Parecía sonámbula. Dejó caer su vestido al suelo, quedando desnuda a la luz de la luna. Luego dio dos pasos hacia el interior del charco... y se sumergió.
Yo me quité la ropa lo más rápido que pude. Por tercera y última vez en mi vida, salté dentro del charco y atravesé la gruta submarina. Cuando llegué hasta el fondo, la trampilla del suelo estaba abierta.
¡Por todos los diablos, amigo Prick! ¿Por qué tuve que asomarme? Al otro lado de la trampilla vi al Süruh violando a Mirna con una brutalidad dolorosa. Y Mirna disfrutaba como una maldita puta.
Odié al Süruh como no he odiado a nadie. Quise matarle, pero no sabía cómo hacerlo. Si tú hubieses visto alguna vez a aquella criatura, amigo Prick, comprenderías que no ha nacido el ser humano capaz de hacerle un rasguño.
Me dije a mí mismo que si no podía matar al Süruh, tenía que buscar la manera de impedir que Mirna le hiciese esas visitas. Me quedé largo rato sentado entre las piedras del arrecife, esperando a que aquella bestia terminase de poseer a mi mujer.
Mis ojos, encendidos con lágrimas, miraban aquel charco y sólo podían pensar en una cosa: Si Mirna no tuviese alma, no podría atravesar el charco.
Seguí a Mirna en el camino de vuelta, la cuidé durante sus noches de tormento, luego la hice abortar del nuevo engendro que traía en las entrañas...
Y finalmente, que Dios me perdone... decidí que prefería tener el cuerpo de Mirna para mí solo, y librar su alma del horror de tener que copular con el horrible Süruh.
No me costó encontrar al brujo. Conseguí colarme en su habitación, y aguardé pacientemente a que llegase. Cuando me vio allí, sentado en su propia cama, parecía que había visto un muerto.
- No temas – le dije -. No he venido a vengarme. Sólo quiero que me enseñes a fabricar un zombi.
Continuará...
Madrid. 9 de septiembre de 2006.
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