domingo, 22 de abril de 2007

EL ALMA DE NÄIL (tercera parte)

El viejo Näil dejó de hablar.

Estaba claro que su historia no había terminado todavía, pero sus fuerzas sí. Sus ojos se cerraron, y entonces el único brillo que quedó en su cara fue la constelación de sudor que le adornaba la frente.

Por unos segundos, el bueno de Prick pensó que el marinero se había muerto. Sólo durante unos segundos. El curandero había visto demasiados difuntos en demasiadas camas, y ningún vivo conseguía ya engañarle durante más de un parpadeo.

- Mirna... Pobre Mirna... – empezó a murmurar el marinero, consumido por los recuerdos y la fiebre.

Prick le limpió el sudor con un paño mojado, pero no le interrumpió. Intuía que la historia estaba a punto de continuar.

Y la historia continuó. Los labios de Näil volvieron a moverse:

* *

Aquel brujo no daba crédito a sus oídos. En su desconcierto veía reflejada mi locura.

- Lo hiciste – dijo con aterrada voz -. Liberaste al Süruh...

Mi silencio contestó por mí.

El brujo quedó paralizado. Sus ojos giraban inquietos, como si buscasen por todas partes un agujero en el que meterse. Había visto ratas mirar del mismo modo en las bodegas de un centenar de barcos.

Pero yo estaba metido en mi propio agujero, amigo Prick, y no estaba en disposición de consolar a nadie.

- ¿Me enseñarás a hacerlo? – le insistí.

- ¿Por qué no? – me respondió temblando -. El Süruh está libre. Ya nada importa.

- Si lo que te estoy pidiendo sale bien, el Süruh dejará de dar problemas.

El hechicero agarró mis hombros con desesperación.

- ¿¡Es que no lo entiendes, insensato!? ¡El Süruh no da problemas! ¡El Süruh es el problema! Volverá a destruir el mundo.

Yo no escuchaba al brujo, amigo Prick. Estaba demasiado metido en mis propios asuntos.

- ¿Me enseñarás?

- Te enseñaré. Ya nada importa.

Invité al brujo a mi casa. Él se llevó los ingredientes necesarios para fabricar aquel apestoso puré de hierbas.

Mirna desconfiaba del brujo y de las hierbas, pero aceptó tomarlas. No tenía ni idea de lo que estábamos haciendo con ella, pero le gustaba contentarme en mis caprichos.

Jamás olvidaré la última mirada de mi mujer. Los retortijones la revolcaban por el suelo. Sus ojos me buscaban entre el dolor. Decepcionados, desorientados... No fue la última vez que los ojos de Mirna se posaron en mí, pero fue la última vez que yo pude ver a Mirna tras ellos.

La agonía duró más de una hora. Luego Mirna murió.

Velamos el cadáver durante tres días.

El hechicero apena comía. Su expresión dejaba transpirar la sabiduría amarga de un condenado a muerte.

Sólo intercambiamos un par de frases durante aquellos tres días. Sucedió a las pocas horas de fallecer mi esposa. Yo no podía dejar de darle vueltas a un pensamiento incómodo. Y al final el pensamiento se me escapó por la boca:

- ¿Qué pasará con su alma? ¿A dónde irá?

El hechicero no se dignó a mirarme. Con los ojos perdidos en la hermosura del cadáver, respondió en voz muy baja:

- Eso nadie lo sabe.

Llegamos somnolientos a la tercera noche, y el cansancio nos pudo. No recuerdo a qué hora exacta me quedé dormido, pero la luna estaba ya bien alta cuando me despertó el roce de un vestido entre unas sábanas.

Abrí los ojos, mientras un vértigo me succionaba el estómago.

Allí estaba ella... otra vez caminando entre nosotros, con pasos que no pesaban en el suelo. La luna la recortaba en la ventana, incendiando su vestido con telarañas de luz.

¡Estaba tan hermosa, amigo Prick! El fantasma más bello que se ha deslizado por la tierra.

- Mirna... – susurré sin despertar al hechicero.

Ella giró la cabeza lentamente, en busca de mi voz. Me miró sin mirarme. Sus ojos se habían convertido en guijarros sin vida. El corazón se me encogió como un pimiento reseco.

- Mirna... – volví a susurrar... conmovido, aterrado, arrepentido...

El zombi de Mirna empezó a acercarse a mí, y sus movimientos me excitaron. La Muerte es una titiritera muy sensual. Me quedé agarrotado en el sillón. Mirna se agachó junto a mí. Sus manos muertas me acariciaron sin gracia, pero supieron tocar la flauta que encanta a las serpientes, amigo Prick. Cuando el zombi me acercó sus labios, los míos se abrieron como el cáliz de una flor. Aquella mirada opaca me tenía idiotizado. El vacío que se adivinaba al otro lado de los ojos de Mirna despertaba en mi alma ese vértigo insano... esa atracción que producen los abismos... ¡Oh, amigo Prick! ¿Nunca te has asomado a un acantilado y has sentido el deseo irrefrenable de tirarte por él? Pues eso sentí yo. Y me habría dejado besar por aquél cántaro vacío si el hechicero no se hubiese despertado justo a tiempo de impedirlo.

- ¡No hagas eso! – gritó, mientras apartaba a mi mujer de un empujón -. Jamás permitas que un zombi te bese en la boca. No lo hacen por amor, maldito estúpido. ¡Quiere robarte el alma!

Yo permanecía sentado en el sillón, inmerso en un shock que no me permitía reaccionar.

- Nunca la beses – prosiguió el brujo -. Si dejas que su boca entre en la tuya, se comerá tu alma.

Aquella fue la última advertencia del brujo, y la seguí al pie de la letra. Todas las noches hacía el amor con Mirna, pero los labios nunca subían más arriba del cuello. Que me cuelguen por mentiroso si digo que no me excitaba todo aquello. La piel era tan pálida, el pelo era tan negro... Y aquellos senos suaves que parecían amasados en la mismísima luna...

Algo de caballero me queda todavía, amigo Prick. Por eso me avergüenzo al confesarte que con aquella mujer podía hacer de todo. A todo obedecía. No se negaba a nada. Y nada discutía.

Hacer el amor con ella era navegar en un cama con la muñeca más bonita del mundo. Pero hacer el amor con una muñeca era aburrido. Uno se reflejaba en aquellos ojos vacuos y se sentía inmensamente solo.

Y no hablo únicamente de la vida a bordo de la cama. Se comportaba del mismo modo cuando hacía las tareas del hogar, o cuando le leía viejos libros junto a la chimenea. No tenía ninguna voluntad con la que desobedecerme, no tenía ninguna lengua con la que contradecirme, no tenía ningún alma con la que enamorarme...

Nunca volvimos a compartir ningún problema, ninguna discusión... Pero la vida se hace aburrida sin problemas. ¿Qué digo aburrida? Se hace inhóspita, desoladora, insoportable...

Y lo peor de todo, amigo Prick, no era la soledad. Lo peor era aquel tenaz remordimiento que me arrancaba a mordiscos la alegría de vivir. El cuerpo de Mirna era lo único que me quedaba de ella, y no podía aguantar verlo vacío; invadido y prostituido por la Nada...

Había matado a mi mujer, y poco a poco fui dándome cuenta de que los motivos que me habían conducido a ello no eran tan altruistas como yo quise creer.

A veces me refugiaba en la esperanza de que el alma de Mirna estuviese intacta en algún sitio. Tal vez un sitio mejor que esta basura de mundo al que nos agarramos con uñas y dientes sin saber por qué. Pero ya te he dicho que no soy un hombre creyente.

Tuve que perder a Mirna para darme cuenta de hasta dónde la amaba. De repente, sentí la necesidad, la obligación de regalarle un alma. Y yo solamente era dueño de una.

Y tuve que besar a Mirna para darme cuenta de que no la amaba tanto como yo creía. Sentí su lengua seca explorando la mía, y me excité al principio. Pero cuando sentí cómo me aspiraba el alma con codicia, un impulso defensivo más arraigado que cualquier noble sentimiento me hizo apartarla de mis labios de un violento manotazo.

Temblé de miedo, y de algo que está por encima del miedo, mientras la veía tirada en el suelo, relamiéndose con ansia. Pude ver en su mirada unas chispas de luz. Unas chispas de luz que comenzaba a echar de menos en mi propio interior.

No lo volví a intentar.

A partir de aquel día, algo cambió. Mirna no abandonó su condición de zombi, pero el nuevo brillo persistió en su mirada. Se convirtió en un ser un poco menos autómata. Dejó de ser un cántaro vacío para convertirse en un cántaro semi-vacío. Y aunque seguía sin poder hablar, nos conseguíamos comunicar de algún extraño modo.

Era tal la empatía, amigo Prick, eran tantos los sentimientos que compartíamos sin tener que mirarnos, que llegué a sospechar (y todavía lo sospecho) que desde aquel maldito beso le tenía alquilada una pequeña parte de mi alma a aquella desgraciada.

Era bonito. Era, en realidad, lo más parecido a un consuelo que me podía permitir.

Pero no era perfecto.

Desde que Mirna tenía aquel brillo en la mirada, a veces creía sorprenderla mirando el brillo de la mía con codicia. Era una sensación muy rara, amigo Prick. La sensación de mi alma codiciando mi alma. Mi propio espíritu intentando morderse a sí mismo para saciar su hambre.

Fabriqué una ceguera que me protegiese de los malos pensamientos. Pero un día me desperté con la sensación de que mi alma se abría camino a través de mis tripas, buscando la garganta. Justo después sentí cómo mi alma llamaba a mi alma desde la habitación de al lado; desde la habitación en la que encerraba a Mirna cada noche, antes de acostarme.

Casi pude escuchar aquel trozo de mi propia alma, gritando desde el cuerpo de Mirna: “Ven aquí, Resto-de-mí. Te necesito. Sal por la boca de Näil y cuélate por la cerradura”.

Y lo peor de todo, amigo Prick, fue que en ese instante recordé qué noche era aquélla: La maldita noche de nuestro aniversario de bodas.

Cerré la boca lo más fuerte que pude. Corrí hasta su habitación, me abalancé sobre aquel maldito zombi, y lo estrangulé con mis propias manos. No dejé de apretar hasta que aquella chispa avariciosa dejó de destellar en los ojos de Mirna.

Volvió a ser el cadáver más bonito del mundo. La enterré en el sótano de la casa, y abandoné mi hogar, dejando tapiadas todas las puertas y ventanas. Convertí mi mansión en una gigantesca cripta erigida a la memoria de mi esposa. Ya hubiesen querido todos los faraones del antiguo Egipto una pirámide como aquélla, amigo Prick.

Me deshice de todas mis propiedades arrojándolas al mar. Eran tantas mis riquezas que algunos aseguran que la marea subió varios centímetros cuando estuvo todo bajo el agua.

Quería desprenderme de todo. Dejar aquella maldición atrás y fabricarme una nueva vida. Pero como intentaba decir antes, son peligrosas las cegueras que uno se administra cuando quiere eludir asuntos importantes. Ya te dije que frecuentaba Haití, querido Prick. En el fondo siempre supe que no es tan fácil matar a un zombi. Siempre supe que era sólo cuestión de tiempo. Que algún día Mirna volvería a despertar, y encontraría la forma de volver para robarme lo que yo le robé un día.

Llevo toda la semana sospechando que había llegado ese día. Hoy me lo habéis confirmado Weng y tú.

El otro día, cuando mi alma empezó a escaparse para hacer excursiones por el Infierno, le pedí a Weng que me dijese qué día era. Maldita sea... Era el día de mi maldito aniversario. Creo que el Süruh se está cobrando con Mirna todos estos años atrasados. Noche a noche... Y mi alma está pagando la cuenta, hasta que se termine de perder del todo.

* *

Los dos hombres permanecieron en silencio. En cada uno de ellos habitaba un silencio distinto.

Al cabo de un rato, Prick miró al demacrado marinero y dijo:

- Me has llamado sabiendo que no puedo hacer nada por ti, querido Näil.

- Ya te he hablado de la ceguera mental, amigo Prick. Supongo que tenía la esperanza de que también en esta ocasión tuvieses un remedio para todo. O de que mirases todo esto, y que visto a través de tus ojos se convirtiese en otra cosa.

- Ojalá fuese ésa una de mis habilidades, amigo mío. Pero sabes que mis artes no pueden hacer nada por ti.

- Ya lo sé... – reconoció el anciano -. Pero a donde no es capaz de llegar tu medicina, siempre podrán llegar tus consejos... ¿No te queda ninguno para mí?

- Dijiste hace un rato que si tenías que elegir entre tu vida y tu alma, no necesitabas demasiado tiempo para pensarlo.

- Tienes razón, amigo Prick. Siempre tienes razón...

- Sólo se me ocurre una manera de solucionar esto, amigo. Creo que tú también la conoces, pero es tu valor el que tiene que dar el paso.

Näil asintió. Los dos hombres se miraban en silencio. No necesitaban ponerse de acuerdo con palabras. Los dos eran sabios. Los dos habían visto más cosas que el resto de ojos de la isla juntos.

- No hay otro remedio – concluyó el fatigado marinero.

- No hay otro remedio – confirmó el elocuente silencio de Prick.

Prick y Weng se ofrecieron a acompañar al viejo, pero éste insistió en que prefería hacer en solitario aquel último viaje. Cuando Prick le preguntó si le quedaban suficientes fuerzas, el marinero respondió:

- Sólo las justas para llegar allí y hacer lo que debo.

El curandero y el criado vieron la barca marcharse, con el viejo Näil tumbado a bordo, y tuvieron la sensación de estar asistiendo a un entierro vikingo.

Cuando un hombre hace lo que debe, todos los vientos le son favorables. Así llegó Näil al arrecife, con un ápice de vida aún en el cuerpo. Desembarcó arrastrándose. Se miró allí, desnudo, reflejado en el charco... Se zambulló. Ya no tenía la misma habilidad a la hora de bucear, ni el mismo aguante, pero logró llegar hasta el fondo de la cueva.

Al otro lado de la trampilla le esperaba el Süruh, con su mirar desagradable y líquido, con sus escamas putrefactas y sus voraces dientes de morena.

- Has tardado en venir – le dijo el Süruh, como si ya esperara la visita.

- Pero he venido – contestó el viejo Näil -. He venido a que te comas mi carne, mis entrañas y mis huesos. Pero prométeme que cuando lo hagas dejarás en paz a Mirna, y dejarás en paz mi alma.

- Te lo prometo.

Y mientras el Süruh devoraba el cuerpo deteriorado del anciano Näil, añadió algo más, entre bocado y bocado:

- Dentro de siete meses nacerá. Y a éste no lo podrás matar.

FIN

Madrid 12 de septiembre de 2006.

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