Encontré una gaviota muerta por la playa. El mar la engulló, se atragantó y la vomitó en la orilla. Olía como suele oler la muerte húmeda. La sal del mar tiene una forma especial de pudrir los cadáveres.
No sé por qué me agaché a recoger esa gaviota. Creo que mientras sacudía la arena de aquellas plumas impermeables, mi idea era amortajarla en una bolsa de basura y procurarle un enterramiento digno en algún rincón indigno del jardín.
Pero cuando mis manos tocaron aquel pájaro, me vi abordado por una sed extraña. Fue como si mi garganta hubiese tragado, de repente, todo el agua de mar que había tenido que engullir esa gaviota muerta.
Entré en mi casa con aquel pestilente pedazo de carne putrefacta aún entre las manos. No abrí la nevera. Sabía que no había nada en ella lo bastante poderoso para calmar mi sed. No cogí aquella bolsa de basura. Mis manos disfrutaban con aquel contacto directo. Mi piel hacía el amor con la descomposición, el deterioro, la fiesta de microorganismos que convertían la inmovilidad en un baile imperceptible. No quería tocar a la gaviota a través de la aséptica epidermis del plástico. A la reina de los gusanos no le gusta que se la follen con condón.
La sed desangelaba mi garganta, la transformaba en un erial de tierra seca para plantar semillas de agonía. La sed...
Los ojos vidriosos del pájaro eran dos puertas. Dos mirillas de cerraduras que comunicaban con un pasillo oscuro, interminable, insoportable para cualquier cordura. Dos ojos que me miraban como diciendo: Al otro lado del pasillo. Al otro lado del pasillo está la fuente que saciará tu sed.
Mi pensamiento quedó suspendido, como el cuerpo penduleante de un ahorcado. Acerqué mis labios al cuello inmaculado del cadáver. El olor no conseguía repelerme. Muy al contrario. Me atraía, me excitaba, despertaba al reptil dentro de mí.
Hundí los dientes entre las plumas blancas. El amargor metálico de la sangre inundó mi boca, intensificado por el aliño salado del mar. Me excité aún más al ver las líneas rojas que descendían, lentamente, por la blanca pechuga de la muerta. Lamí aquellos regueros, con una avidez que ignoraba el significado de ese fantasma que solemos denominar “dignidad humana”.
Aquel jarabe rojo lograba mitigar mi sed a duras penas. Hinqué los dientes con más fuerza, hasta escuchar el crujir de la materia inerte. Seguí libando sangre, hasta exprimir el pájaro. Arrancaba la carne, brutalmente, como el loco que, desesperado, intenta apartar los papelitos vacíos de la caja de bombones, en busca de más dulces. Perseguía a la sangre a través de los laberintos de un cadáver. La arrinconaba, la chupaba con un ansia enajenada. De vez en cuando descansaba para escupir las plumas.
Las arcadas no tardaron en llegar. La gaviota, deshidratada, se estampó contra el suelo justo después de mis primeras convulsiones. El dolor me retorció entre las baldosas, como a una fregona en el escurridor del cubo. Una fregona empapada en sangre. Empapada en veneno. Empapada en el elixir de la gaviota. El delicioso elixir de la gaviota.
La pared dejó de ser blanca. Tumbado en el suelo, pude distinguir los mil matices que la componían. Fui consciente del centenar de manchas que normalmente mi percepción obviaba. Y las manchas se agrupaban para formar cosas, igual que las constelaciones en el cielo. Igual que las figuras de las nubes.
Entre las manchas distinguí al león. Estaba allí, formado por unos borrones de un color blanco casi ocre, agazapado en la pared, acechándome. Codiciaba la sangre de la gaviota, y sabía que la guardaba en mi estómago. Quería destriparme y lamer mis intestinos. Quería desgarrarme con sus garras y robarme el elixir de la gaviota.
Un retortijón me obligó a cerrar los ojos. Cuando volví a abrirlos, el león había desaparecido. Las manchas continuaban en la pared, pero ya no componían al león. Ahora eran simples manchas. Un cascarón muerto que ya no albergaba al predador en su interior. Una muda de serpiente con forma de león, pero sin león...
Se había movido.
Recorrí con la mirada todas las manchas de las paredes, hasta encontrarle. El muy cabrón se había escondido entre las imperfecciones de lo alto, muy cerca del techo. Buscaba el mejor lugar para atacar. Esperaba pacientemente... el menor descuido... para saltar sobre mí... Sobre el guardián del elixir de la gaviota.
Y yo no tenía intención de ponérselo tan fácil.
Me arrastré como pude hasta el pasillo. En lo más hondo sentía cómo el león se arrastraba también detrás de mí, aguardando una fracción de segundo de descuido.
Yo me esforzaba por no concederle ese placer. El felino cambiaba de ubicación constantemente, pero mis ojos siempre lo encontraban. En la mancha de moho de la esquina, en los lamparones del techo del pasillo, o dibujado entre las vetas de madera de las puertas.
El pasillo era largo. Él intentó aprovechar aquel desfiladero angosto para tenderme una emboscada, pero la sangre de la gaviota chapoteaba en mi estómago, y despertaba mis sentidos.
Me atrincheré en mi dormitorio. Aterricé en la cama, bocarriba, y al mirar el techo pude comprobar que el felino se había deslizado por la rendija de la puerta. Allí estaba de nuevo, dibujado en la suciedad del gotéele como un destino fatal en el poso del té.
Clavaba sus ojos en mí, intentando perforarme el vientre con ellos. Yo también clavaba mis ojos en él. Lo vigilaba. Era el guardián del elixir de la gaviota.
Pero mi mirada flaqueaba. Los párpados se empezaban a derrumbar como paquidermos malheridos. El techo se volvía oscuro, difuso, desenfocado, incierto... Las manchas se diluían en las tinieblas.
El león empezó a moverse. Sabía que yo ya no podía verlo. Pero podía escuchar... Escuchaba sus pisadas a través de la pared. Mis oídos permanecían despiertos. El elixir de la gaviota les concedía una sensibilidad casi dolorosa. Podía escuchar el crujir de la madera de los muebles, el agua arrastrándose por las cañerías, el crepitar de la ropa, meciéndose en las perchas del armario. Escuchaba a los mosquitos, que zumbaban por todos los rincones de la habitación. Había cinco. Cada uno producía un zumbido diferente. Era cuestión de matices. Y entre esa jungla de matices, se adivinaban las pisadas del león... acercándose... acercándose... cada vez más burdo... cada vez más confiado... creyendo que su presa había desistido...
Pero no... El guardián del elixir de la gaviota no puede desistir.
No necesitaba los ojos. Mis oídos me susurraban la ubicación del enemigo. Ora lo escuchaba a mi izquierda, y mi memoria agrupaba siete manchas que conocía, hasta descubrirle en la pared. Luego saltaba al muro de la derecha, y se deslizaba entre las constelaciones de suciedad, hasta colocarse justo encima mía. Sentía su aliento. El aliento del moho de las manchas. Escuchaba el crepitar de la pared, al predador que se arrastraba, relamiéndose, escrutando mi vientre. Percibí cómo se replegaba para saltar. Cómo se disponía a dar el paso decisivo, el golpe de gracia, el ataque sin vuelta atrás.
Era el momento.
Me incorporé. Bruscamente. Empecé a asestar cabezazos a la fiera. Podía escucharlo todo. El crujir de la madera. Los mosquitos. Los quejidos del león, cogido por sorpresa. El choque de mi cráneo contra la pared, una y otra vez.
La excitación me hizo abrir los ojos nuevamente. Vi cómo mi sangre teñía el muro. Cómo ahogaba las manchas con su brillante rojo. Vi al león ahogándose en mi mar de sangre. Intentaba abrirse paso entre las manchas de la pintura, pero mi sangre era resbaladiza, y le hacía tropezar una y mil veces. Mi sangre era demasiado limpia, y no lograba encontrar en ella ninguna mancha en la que poder alojarse. Jamás había sido tan difícil encarnarse en algo encarnado.
Mi sangre estaba limpia, porque la sangre de la gaviota la contaminaba.
Y mi cabeza seguía golpeando, como el badajo de una campana. Tañendo un réquiem. Tiñendo una mortaja.
Habría sido más sencillo golpear con los pies, o con los puños. Pero la sangre de la cabeza era más pura. Y es la pureza lo que mata al león. La pureza de esa sangre, brillante como el carmín de la virgen María.
Vacié toda la sangre de mi cabeza sobre aquella pared.
Caí de nuevo en el colchón, y mi última visión fue la del león convulsionándose en el océano rojo.
La última visión del león fue mi propia muerte.
Pero yo no me convulsionaba. Yo estaba tranquilo. Porque yo era el guardián del elixir de la gaviota.
Fuerteventura. 28 de agosto de 2006.
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