Los árboles leproseaban lágrimas muertas sobre el agua.
Él intentaba estrujarse los ojos, para poder derramar también alguna. Pero estaba vacío.
La fuente era un espejo tiritando de frío.
Sacó su cartera del bolsillo. La abrió. Sus dedos bucearon entre monedas, billetes, bonobuses, tarjetas de visita, papeles donde apuntar lo que olvidamos... Sus dedos bucearon... bucearon... bucearon... hasta dar con la foto.
Una foto tan pequeña como un sello de correos. Y llevaba allí tanto tiempo que se había adherido al cuero con la tenacidad de la costumbre. Él casi tuvo que arrancarla para sacarla de ahí. Sonó como cuando la hoja de un cuchillo hace el amor con un vestido blanco.
Contempló la foto, y el rostro de mujer que sonreía al otro lado del papel, lejos, muy lejos, como a través de un cristal infranqueable, como ésos que encierran a las serpientes en los zoos, para que no difundan su veneno.
Compartieron una última mirada.
“Necesito olvidarte”, dijo él. Ella no contestó. A las fotos no se les da muy bien mentir.
Los dedos le fallaron. Dejó caer la foto, y observó cómo el trocito de papel se precipitaba hacia la fuente. Observó cómo el agua cubría los mechones pelirrojos sin mojarlos, cómo los ojos se hundían en el fondo, sin pestañear, sin dejar de sonreír, como un latido de corazón fosilizado.
Se alejó de la fuente. Sentía que le pesaba menos el bolsillo. Sentía cómo su cartera se desangraba, igual que un gato recién atropellado. A las carteras no les gusta que alguien venga y les arranque el corazón.
Al día siguiente, ella apareció ahogada en la bañera, y sus cabellos naranjas flotaban en el agua, como si fueran algas incendiadas.
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