domingo, 22 de abril de 2007

UNA CANCIÓN DE CUNA PARA ELÍAS



El pequeño Elías nació con los ojos abiertos. Demasiado abiertos. Acaso tenía miedo de cerrarlos. Acaso temía parpadear y volver a despertar en la barriga. Nueve meses de oscuridad son mucha oscuridad.

La primera noche, los llantos del bebé desgarraron el hospital entero. Tampoco pegó ojo la segunda noche. Las enfermeras fueron palideciendo y enfermando, una por una, en el intento de dormirlo.

La madre de Elías llegó a la conclusión de que al niño no le gustaba la habitación del hospital. En cuanto los médicos firmasen el alta se llevaría a su pequeño a la cunita nueva, recién montada. Entre paredes de colores alegres, recién pintados. Rodeado de muñecos de peluche, recién comprados.

Pero pasaron las semanas y el insomnio del niño persistía. Se negaba a dormir también en casa. Llantos nocturnos pintando ojeras malvas en la madre, que se negó a medicar al pequeño hasta que los doctores le advirtieron la gravedad del caso. “Señora, un niño de esa edad no puede aguantar tantas horas seguidas sin dormir. O hacemos algo pronto, o su hijo morirá antes de que se acabe la semana.”

No sólo hicieron algo. Hicieron todo. Calmantes disueltos en el biberón. Cambiar los muebles de sitio, la cuna de estancia, el niño de cuna. Inciensos, sonidos relajantes...

... nanas.

Cada noche, la madre de Elías se sentaba al piano y cantaba todas las canciones de cuna que conseguía recordar, pero el niño lloraba más alto que las cuerdas del piano.

La pobre señora dejó de ir a trabajar, dedicó cada minuto a intentar cerrar los ojos de Elías antes de que viniese a cerrarlos la muerte con su pegamento eterno. Había perdido a su marido a los tres meses de embarazo. No quería perder también el único recuerdo vivo que conservaba de él. Probó con Elías todas las drogas tranquilizantes salvo aquéllas que, según los médicos, podían matar al niño más deprisa que el insomnio. Y seguía alternando las drogas con las nanas.

Drogas, nanas, drogas, nanas, drogas, nanas, nanas, drogas...

Era inútil. Los ojos del niño seguían hambrientos de luz, aunque la luz se los comiese a ellos poco a poco. Cualquiera diría que el pequeño tenía miedo a lo que había al otro lado de sus párpados, fuese lo que fuese.

Al quinto día, la madre salió a la calle para comprar más calmantes. Pálida, ojerosa, desnutrida. Se apoyó en el pasamanos de la escalera para no caerse y sintió el agarre de una mano aún más delgada que la suya. La vecina loca del tercero.

- No le está cantando las nanas adecuadas.

- ¿Disculpe?

- Esas nanas no sirven. Anoche me lo dijo en sueños el tritón.

- ¿El tritón?

- Sí. El tritón. Me dictó una canción de cuna para usted. Aquí la tiene.

Cinco dedos esqueléticos depositaron algo sobre la mano de la madre. Un trozo de papel arrugado.

- Disculpe las faltas del ortografía – añadió aquella loca -. El tritón no entiende de ortografía, y yo tampoco.

Incapaz de decir nada, la madre de Elías desplegó la nota y vio en ella unas letras infantiles, garrapateadas con lápices de colores. Parecían versos ahorcados en las cuerdas torcidas de un pentagrama.

- Gracias, supongo.

- Tenga cuidado. Esto es como los antibióticos, no se puede tomar a la ligera. Cántele la nana al niño durante nueve noches seguidas. Nueve noches. Ni una más, ni una menos.

- ¿Nueve noches? ¿Por qué nueve noches?

- Porque si la canta más de nueve noches, el niño morirá. Y si se olvida de cantarla durante una sola de las nueve noches, el tritón se deslizará entre los barrotes de la cuna y devorará el alma del crío.

- No le veo la gracia.

- No la tiene. Recuerde: Nueve veces seguidas: Nueve días: Y esto es muy importante: No desafine: no se equivoque en una sola sílaba: El tritón está deseando que cante mal la nana para poder llevarse al niño.

Aunque la madre de Elías hubiese tenido energías para replicar, habría sido tarde para ello. La vecina enajenada ya se perdía por las angostas escaleras murmurando, sin mirar hacia atrás:

- No deje que el tritón se salga con la suya.

Aquella noche, mientras le calentaba el biberón a Elías, nuestra amiga no pudo evitar alguna mirada de reojo hacia la papelera. Recordó las amenazas de los médicos y se dijo a sí misma que “maldita sea, nada se pierde por intentarlo.”

Rebuscó entre la basura hasta encontrar el papel arrugado con la nana. Metió al niño en la cuna, acercó la cuna al piano, colocó el papel en el atril de las partituras...

... y empezó a cantar.

Era una letra extraña. Los versos rapiñaban los rincones más sucios del diccionario, la música recordaba al chapoteo de un ahogado en una gruta oscura.

Mientras cantaba, mientras sus dedos se hundían entre las teclas del piano, la madre de Elías sintió cómo una sombra demoníaca se cernía sobre el cuarto. No le dio demasiada importancia en un principio, ¡porque la nana funcionaba! Conforme empezó a entonar las primeras sílabas, los llantos del bebé fueron menguando y cuando la canción llegó a su fin, el pequeño Elías, por primera vez en su cortísima vida, dormía a pierna suelta.

La madre lloró de alegría. Por primera vez desde que diera a luz, pudo saborearla.

Esa tranquilidad no duró mucho.

A los pocos minutos el pequeño Elías se retorcía en la cuna, y su madre supo que sólo una pesadilla era capaz de retorcer un cuerpo de forma tan cruel. Se pasó la noche entera arrullando al bebé, pero de nada servía. Las pesadillas le arañaban las entrañas. Mientras mecía al pobre niño entre sus brazos, sintió una mirada fría que la observaba desde atrás. Tal vez desde lo alto del armario.

Y por el bien de su cordura, fingió que era mentira.

Al día siguiente subió al tercero y aporreó la puerta de la vecina loca, pero nadie respondió. Estuvo todo el día pendiente de su llegada. Los tabiques del edificio eran de papel. Si la vieja había salido, la oiría regresar. Aunque tampoco la había oído marcharse.

No se oyó crujir ningún peldaño en todo el día. No se oyó chirriar ni una bisagra.

Ella se dedicó a cuidar a Elías, que observaba la habitación con ojos como platos, dilatados por el miedo, tal vez buscando algo que deseaba no encontrar.

La madre rememoraba la noche anterior y llegaba a la conclusión de que acaso el remedio era peor que la enfermedad. Acaso su hijo descansaría más pasando otra noche en vela que sufriendo otra sesión de aquellas horribles pesadillas.

Sin embargo, cuando llegó la hora, nuestra amiga volvió a sentarse al piano para cantar la nana. Un miedo irracional la encadenaba a aquella partitura de letras infantiles, a aquel contrato invisible sin fundamento alguno.

Le resultó un poco más difícil recitar los versos esta vez. Las letras del papel, tan coloridas el primer día, habían perdido parte de su brillo. Ya no eran tan legibles.

Una vez más, la canción de cuna cumplió su cometido. De forma milagrosa. El niño se durmió y durante los primeros minutos su expresión fue la de un ángel. Transcurridos esos primeros minutos, sin embargo, las pesadillas retornaron. A juzgar por los espasmos del niño, eran más intensas que las de la noche anterior.

Los cuidados de la madre volvieron a ser inútiles. Y aquella mirada fría, inhumana, seguía presintiéndose desde lo alto del armario. Cada vez que la madre giraba la cabeza escuchaba un chapoteo rápido, viscoso... y encontraba vacío aquel hueco siniestro que había entre el techo y el armario.

Llegó la tercera y las letras de la nana se leían aún más tenues, aún más descoloridas que el día anterior. Le costó horrores descifrar algunos pasajes. Tuvo que recitarlos de memoria, rezando por no cometer ningún gazapo. "No falles ni una sílaba. Si te equivocas, el tritón devorará su alma."

Cuando llegaron la pesadillas del bebé, se adivinaban más atroces que nunca y persistía esa sensación de que algo les observaba desde la parte alta del armario. La madre, resignada ya a no poder hacer nada para ayudar al crío, se ausentó unos segundos para ir al baño. O se echaba agua en la cara, o las legañas le coserían los párpados. Al regresar al salón quiso chillar de horror.

Una silueta oscura, encaramada en una esquina de la cuna, como una gárgola, observando al bebé con dos ojos chispeantes como cigarros encendidos, piel lubricada por secreciones inmundas. La visión duró menos de un segundo. El extraño ser acusó su presencia y saltó como una rana hacia el hueco de encima del armario.

La madre corrió hacia la cuna, descompuesta. Comprobó con algo remotamente parecido al alivio que el pequeño seguía intacto, aunque atormentado por su sueño negro. Examinó la parte de la cuna en la que se había posado aquella silueta y descubrió una sustancia viscosa que se adhería a los barrotes y a las sábanas. Era el tritón.

Desde entonces nuestra amiga no se atrevió a dejar solo al bebé. Tampoco se atrevió a dejar de cantar la nana ni una noche. Ahora estaba segura de que la vecina no mentía. Nueve días seguidos. Nueve días o el tritón vendría a devorar el alma de su pequeño Elías.

Cada mañana aporreaba la puerta de la vecina, pero la respuesta era siempre la misma. Silencio. Y un cuchicheo de patas de cucaracha al otro lado de la puerta.

El pequeño Elías se consumía como un cirio. Era un despojo diminuto entre las sábanas, más delgado y demacrado que en sus primeros días de insomnio.

Las letras de la nana seguían borrándose poco a poco en la arrugada superficie del papel. A la madre le costaba cada vez más cantarla sin cometer errores, pero seguía intentándolo, noche tras noche. Nueve noches de pesadillas no eran nada comparadas con el tritón que continuaba acechando, noche tras noche, aguardando una tecla mal pulsada, una sílaba mal pronunciada... para poder devorar el alma de su hijo.

Y los ojos de la mamá de Elías estaban cada día más y más cansados. Los dedos cada vez más torpes entre las teclas del piano.

Tampoco era sencillo entonar aquellos versos sabiendo que con ellos llegaba el sufrimiento que atormentaba a Elías. La tónica era invariable. Cada día pesadillas más violentas que las del día anterior. Si las cosas seguían así, el corazón del niño estallaría antes de llegar a la novena noche. El tritón observaba, siempre atento al más leve descuido en el proceder de la madre.

Elías llegó con vida a la novena noche, y era una vida de rastrojos que crecen a la sombra de una lápida, un esqueleto cubierto de cera de vela, con dos ojos febriles que ni estando cerrados habían conocido el descanso.

La madre acercó la cuna al piano. Echó una mirada de reojo hacia lo alto del armario y a través de la oscuridad, desafió al tritón.

Desplegó la partitura arrugada en el atril.

Las letras ya se habían borrado casi enteras, pero a esas alturas nuestra amiga las conocía de memoria. Y las odiaba.

Luchó por no desfallecer. Inhaló el aire viciado de la estancia, miró a su hijo con el rabillo del ojo...

... y comenzó a tocar.

Sentía la mirada del tritón, siempre alerta para cazar gazapos. Sentía esos ojos perversos desfilando una y otra vez de ella a la cuna y de la cuna a ella.

Pronunció por novena vez aquellas letras infernales. Desgranó aquellas notas musicales cocinadas para el gaznate de los cuervos.

Los llantos del niño fueron desvaneciéndose...

La madre de Elías tocaba y tocaba...

... cantaba y cantaba...

... mareada....

Sus dedos temblaban.

Su lengua se secaba...

Pero no se equivocó ni una sola vez. Recitó el punto final y acto seguido se desmayó sobre el piano. Mientras escuchaba los débiles jadeos del niño. Mientras escuchaba al tritón escabullirse, vencido, por alguna siniestra cañería.

Ya era de día cuando despertó. Se arrastró hasta su hijo palpó al niño con manos desquiciadas hasta sentirlo latir y respirar.

Había vivido... El pequeño Elías lo había conseguido. Mamá lo levantó para que lo besara la luz del sol. Sólo entonces leyó la mirada del bebé. Había sobrevivido, sí, pero no parecía demasiado feliz de haberlo hecho. Al otro lado de sus pupilas se adivinaban los posos que habían ido depositando todas aquellas noches de tinieblas. Las pesadillas se le habían adherido como lapas y le acompañarían dondequiera que fuese.

Se dio cuenta de que el pequeño Elías jamás podría escuchar la voz de su madre sin estremecerse, porque era la misma voz que había cantado aquella nana durante nueve noches. Extenuada, con dos ojos vidriosos, dos abortos acunados por ojeras malvas, acarició las teclas del piano y, con ellas, una siniestra idea.

¿Qué dijo la vecina sobre cantar la nana más de nueve veces?

Fuerteventura. 29 de agosto de 2006.

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