Herminio Sanz no era el hombre más mediocre del planeta por una sencilla razón: Era tan mediocre que existían millones de desgraciados como él.
Se consumía a fuego lento en un trabajo anodino, sin posibilidades de ascenso. Se dedicaba a redactar informes que no importaban a nadie, y era muy bueno haciéndolo, aunque eso era algo que los directivos de la empresa jamás apreciarían. Porque esos directivos ni siquiera sabían que Herminio trabajaba para ellos. Su superior inmediato, el señor Cifuentes, se encargaba de atribuirse todos los méritos ante las altas esferas.
La vida de Herminio Sanz se parecía cada vez más a un callejón sin salida, y en ello pensaba el pobre oficinista aquella noche, de regreso al hogar, cuando unos gritos procedentes de otro callejón interrumpieron el hilo de sus tristes pensamientos.
Herminio Sanz se detuvo ante el callejón oscuro. Parecía la garganta de un lobo. Un lobo que gritaba con desesperación, suplicando socorro.
Haciendo acopio de valor, Herminio se asomó al callejón, y lo que vio le revolvió las tripas:
Dos hombres de alrededor de treinta años pateaban con violencia el cuerpo de un anciano. Y el pobre anciano, envuelto en un abrigo mugriento, se retorcía, sin poder responder a la paliza con otra cosa que resignación y quejidos guturales.
- ¡Dejad a ese hombre inmediatamente, si no queréis que llame a la Policía! – se oyó decir a sí mismo Herminio Sanz. Y él fue el primer sorprendido al escuchar su voz, porque nunca se había considerado un hombre con coraje.
Los dos agresores parecían casi tan sorprendidos como él, y huyeron corriendo por una bocacalle que bostezaba en mitad del callejón, como una herida negra, mal curada.
A Herminio Sanz le llamó la atención la conducta de uno de los atacantes. Antes de huir, escupió sobre el anciano, mientras mascullaba para sus adentros: “Maldito brujo”.
Cuando los pasos de los dos hombres sonaban ya a lo lejos, Herminio se acercó al anciano y lo ayudó a incorporarse.
- ¿Se encuentra bien, abuelo? ¿Quiere que lo acompañe al hospital?
El viejo depositó en Herminio una mirada que despertaba escalofríos.
- No se preocupe, buen hombre. No necesito un hospital, y eso es algo que tengo que agradecerle a usted.
- Entonces le acompañaré a su casa.
- Preferiría que me acompañase usted a otro lugar.
- ¿Qué lugar?
- Ya lo verá. Sólo quiero saldar mi deuda con usted.
- Muchas gracias, señor. Pero si lo que quiere es invitarme a un trago, tal vez no sea la noche adecuada. Tengo que madrugar mañana, y...
- Nada de tragos – le interrumpió el anciano -. Estoy hablando de cosas más importantes. No parece usted un hombre contento con su vida...
Herminio quiso desmentir aquella afirmación, pero su mirada le traicionó al instante.
- Todo puede remediarse – aseguró el desconocido -. Vamos, acompáñeme. No se arrepentirá.
Herminio Sanz siguió al anciano por callejuelas malsanas. Aquello no le divertía en absoluto, pero no se atrevía a abandonar al anciano a la intemperie.
De todos modos, aquel viejo daba la impresión de saber cuidarse solo. Guió a Herminio por las entrañas la ciudad, y las entrañas de la ciudad dieron paso a las afueras de la ciudad. Luego las afueras de la ciudad dieron paso al campo abierto, y el campo abierto se fue convirtiendo en campo cerrado.
Cada vez que Herminio intentaba protestar, el anciano le respondía, sin mirarle:
- Concéntrate en memorizar el camino. Lo necesitarás.
Y era cierto. Del mismo modo en que el caracol deja su estela al caminar, los pasos de aquel viejo construían un laberinto entre los árboles del campo. Tuvieron que bordear recodos, atravesar vayas, cruzar puentes cochambrosos, desandar riachuelos, contar doscientos trece desde una piedra extraña...
Y después de dos horas de camino, desembocaron en un siniestro valle.
- Es aquí – dijo el anciano.
Y ésas eran dos palabras que a Herminio Sanz nunca le había gustado asociar con valles tenebrosos.
Descendieron las escarpadas laderas del valle, hasta llegar a...
- ¿Un cementerio? – preguntaron los temblores que componían la voz de Herminio Sanz.
El anciano no se molestó en contestar. Las lápidas torcidas, sembradas por doquier, se dedicaban a responder por él.
- ¿Por qué me ha traído aquí?
- No tenga miedo. Sólo quiero devolverle el favor. ¿Ve usted esas tres lápidas de ahí? Ahora son suyas.
- No le entiendo...
El viejo señaló tres de las lápidas. Estaban las tres juntas, en un rincón del cementerio.
- ¿No encuentra nada peculiar en esas lápidas? Vamos, mírelas bien.
Herminio se acercó a ellas intrigado, y enseguida detectó la diferencia. Todas las lápidas tenían grabados los nombres de los difuntos que yacían en las tumbas. Todas menos esas tres. Esas tres estaban lisas, sin ningún nombre esculpido en la superficie de la piedra.
Se lo hizo notar al anciano, y éste asintió.
- Muchos hombres han conocido este lugar antes que tú – prosiguió el viejo -. Y todos ellos llegaron a ser célebres. Ahora sólo quedan estas tres...
- Creo que no lo entiendo.
- No se moleste en entender. Sólo tiene que aceptar mi regalo. Ahora estas tres lápidas son suyas.
- ¿Para qué quiero tres lápidas?
- Oh... Son muy útiles. Si las usa sabiamente, podrán ayudarle a prosperar. Ya ha visto que estas lápidas están en blanco. Todos tenemos por ahí algún enemigo, o algún indeseable que no nos deja medrar como nos merecemos. Cada vez que uno de ellos aparezca en su vida, venga aquí, elija una de estas lápidas, y grabe en ella el nombre de su enemigo. Luego, justo debajo del nombre, escriba también la fecha exacta en que desea que ese individuo deje de... ya sabe... entorpecerle... Pero debe seleccionar bien a sus enemigos. Una vez agote las tres lápidas, se acabó el chollo.
Herminio Sanz miró las tres piedras con incredulidad.
- Mire... – contestó -. Supongo que esto le resulta divertido, pero ya le he dicho que mañana tengo que madrugar, y cuando no duermo mis ocho horas de sueño no soy persona... Permítame acompañarle a su casa y...
Herminio no pudo continuar. Las palabras se le quedaron petrificadas en la boca, porque al volverse para mirar al anciano, descubrió con estupor que ya no estaba allí.
Estuvo buscándolo y llamándolo durante diez minutos. Finalmente, al ver que no recibía otro fruto que silencio, decidió emprender el camino de regreso.
No consiguió dormir las malditas ocho horas, y eso hizo su jornada laboral todavía más inhóspita de lo normal. Maldecía para sus adentros al anciano, y maldecía todavía más a su superior, el señor Cifuentes, que se quejaba de la torpeza del somnoliento Herminio de un modo muy grosero.
Allí estaba aquel cabrón, con su calva prematura y su bigote, siempre encargándose de que los méritos de Herminio Sanz no llegaran a oídos de los jefes. Siempre minimizándole, sometiéndole...
... entorpeciéndole...
Cuando llegó la noche, Herminio tuvo como compañero de almohada un insomnio de ésos que le meten a uno ideas raras en la cabeza.
“¿Por qué no?”, le dijo Herminio Sanz a Herminio Sanz.
Y un cuarto de hora más tarde, nuestro amigo recorría de memoria el camino hacia el cementerio del valle perdido, con una bolsa que contenía una linterna, un martillo y un cincel.
Nada se perdía por intentarlo. Sólo las malditas ocho horas de sueño que no iba a poder dormir de todas formas.
Llegó al cementerio, encontró las tres lápidas huérfanas y se agachó junto a ellas. Eligió la de la izquierda, por aquello de respetar el orden impuesto en occidente, y haciendo gala de la torpe caligrafía de quien no está acostumbrado a manejar el martillo y el cincel, talló en la piedra el nombre del señor Cifuentes.
Lo cierto es que Herminio Sanz no se tomaba en serio todo aquello. Para él sólo era un juego, un acto simbólico, una terapia psicoanalítica sin receta médica.
Bajo el nombre de su superior, escribió una fecha que correspondía a “dentro de tres días”.
A la mañana siguiente, un legañoso Herminio escuchó en la oficina que el señor Cifuentes se iba de vacaciones a un crucero por el mediterráneo. Antes de marcharse, el muy cerdo se aseguró de atiborrar a nuestro amigo con una buena dosis de trabajo extra.
Tres días más tarde, llegó la noticia. El señor Cifuentes resbaló en la cubierta del barco, debido a una canicas que un niño olvidó allí. Se despeñó por la borda, y la señora de Cifuentes contempló con impotencia cómo su marido se convertía en un ahogado, y cómo el ahogado se convertía en un puntito en el horizonte. Intentaron parar el barco, pero las máquinas no respondían.
El cuerpo del señor Cifuentes jamás apareció.
Herminio Sanz no tuvo tiempo de sentirse culpable. En la empresa necesitaban a alguien que cubriese el puesto del fallecido, y los directivos decidieron conceder esa oportunidad a nuestro amigo.
Ubicado por fin en un puesto que le permitía demostrar su valía, Herminio ascendió como espuma de champán. Escaló el organigrama de la empresa sin arrugarse la ropa demasiado. En menos de dos meses, almorzaba con la cúpula directiva, en menos de dos años, pertenecía a dicha cúpula, y en menos de tres años, era la cúpula la que le pertenecía a él.
Herminio Sanz celebraba sus logros, uno tras otro. Y todo aquel que lo veía brillar con luz propia era testigo de que se merecía dichos logros. Pero en las noches de insomnio, nuestro amigo recordaba que todo ello había sido posible gracias a un “inesperado golpe de suerte”, y lo que más inquietaba a Herminio, era no saber si tenía que agradecer aquella suerte a Dios o al Diablo.
Transcurrieron otro par de años antes de que apareciese otro de esos enemigos insalvables.
En su meteórica carrera hacia el paraíso de los magnates, nuestro amigo había tropezado con cientos de enemigos, pero siempre había sabido cómo quitárselos de en medio sin recurrir a sucias artimañas.
Con el señor Arístides la cosa era distinta.
Porque Arístides era el presidente de una de las multinacionales más poderosas del país, y esa multinacional había decidido convertirse en competidora directa de la empresa de Herminio.
Nuestro amigo aguantó varios meses, contemplando cómo la multinacional del señor Arístides devoraba poco a poco todo lo que él había conseguido en aquellos años. Los índices de beneficios caían en picado. Los clientes emigraban. Los accionistas exigían la cabeza de Herminio Sanz para merendar...
Y una noche, muy a su pesar, Herminio Sanz sacó de los altillos del armario la linterna, el martillo, el cincel...
El camino hacia el valle seguía siendo el mismo, y el valle también.
Herminio sintió un escalofrío al contemplar la lápida de la izquierda. Con el nombre Cifuentes esculpido por una torpe mano, y unas extrañas flores, de un color amarillo y doloroso, que habían nacido a la sombra del nombre infortunado.
Nuestro amigo se agachó frente a la lápida central. El cincel chirrió al rozar la piedra virgen. Y el martillo golpeó, una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces... Todas las veces necesarias para perforar el corazón de un hombre.
Una hora después la lápida central ya tenía nombre, y también fecha. La fecha correspondiente al día siguiente.
Y el día siguiente llegó con una noticia que puso todos los periódicos al rojo vivo. La casa del señor Arístides se había incendiado. Una cerilla mal apagada en el cenicero, un golpe de viento inesperado, una botella de coñac que cae al suelo en el peor momento, impregnando una cortina... Unas llamas hambrientas de besos. Besos ardientes, y extremadamente contagiosos.
Cuando los bomberos consiguieron apagar el fuego, nadie fue capaz de diferenciar el cuerpo del señor Arístides del resto de la ceniza negra.
La multinacional del difunto se tambaleó, y Herminio Sanz terminó comprándola. Y después de ésa, compró otra, y otra, y otra... Se convirtió en uno de los hombres más poderosos del planeta, y compraba multinacionales con la misma facilidad con que nosotros compramos galletas en el supermercado.
Y no sólo multinacionales. También compraba yates, mansiones, islas vírgenes, esposas, amantes, y políticos.
Conforme convertía el planeta entero en su propio palacio de cristal, llegaba a la conclusión de que jamás necesitaría la tercera lápida. Los tiempos de recurrir a magias negras habían quedado en el pasado. A esas alturas, Herminio Sanz era demasiado grande para poder tropezarse con un enemigo que no fuese capaz de aplastar con su zapato.
Pero un día, ese enemigo apareció. Se llamaba cáncer de piel.
Herminio probó todos los tratamientos. Todos los cirujanos. Todas las medicinas.
No daba resultado. A veces el cáncer se va por donde ha venido, pero en el caso de Herminio Sanz, la enfermedad decidió que no había motivos para abandonar a un huésped tan lujoso.
“Este tipo es la casa de mis sueños”, dijo el cáncer de piel.
Herminio se lamentaba en la soledad de su titánico despacho. Justo ahora, cuando tenía todo lo que un hombre era capaz de soñar, venían a arrebatarle el tiempo que necesitaba para poder disfrutar de todo ello.
Si tan sólo pudiese comprar algo de tiempo... Pero eso era lo único que la tarjeta de crédito de Herminio no podía conseguir.
Entonces se encendió una chispa en el cerebro de Herminio, y recordó que cuando el dinero fallaba, tal vez la magia podía echarle un cable.
La idea que galopaba en su cabeza era descabellada pero, una vez más “nada se perdía por intentarlo”.
Cogió la linterna, el martillo y el cincel. Recorrió aquel camino que sólo unos pocos hombres célebres habían conocido, y descendió hacia las tinieblas de aquel siniestro valle.
Las dos primeras lápidas seguían allí, adornadas por aquellas flores amarillas que crecían al amparo de la desgracia ajena. Herminio se arrodillo ante la tercera tumba. Alzó el cincel, que esta vez tiritaba más inseguro que nunca ante la roca... y comenzó a esculpir.
Escribió en la lápida número tres su propio nombre. Luego pensó en cuántos años le apetecía vivir. ¿Doscientos años? Sí... Doscientos estaba bien. Más de eso podría resultar desesperante.
Terminó el trabajo con una mezcla de esperanza y agonía. Si aquello funcionaba, el cáncer remitiría, o al menos le concedería una tregua. Y él conocería exactamente la fecha de su muerte. Un día concreto dentro de doscientos años. En dos siglos daba tiempo a disfrutar de muchas cosas. De ordeñar las ubres de la vida hasta exprimirle todo el jugo...
Aguardó de pie, en lo más hondo del cementerio. Miró su piel, y a los pocos minutos comprobó cómo las manchas del cáncer se desvanecían.
Se vio invadido por un júbilo infantil. ¡Había funcionado! Había comprado dos siglos más de vida. Volvía a ser una persona sana.
Se dejó caer al suelo, y se revolcó entre los rastrojos, deshecho en carcajadas.
Entonces, en uno de los revolcones, la oreja de Herminio Sanz quedó pegada al suelo, justo debajo de la lápida del señor Cifuentes...
... y los escuchó.
Escuchó los gritos. El testimonio de un sufrimiento insoportable. Un concierto de balbuceos incoherentes, entre los que distinguió la voz del señor Cifuentes. No vocalizaba bien las palabras, pero el tono de los chillidos no dejaba lugar a dudas: Estaba pidiendo ayuda.
Aquello no era real. No... No podía serlo. Era sugestión. ¿No lo llaman así?
Se pellizcó. No. No estaba soñando.
Pegó la oreja al barro bajo la lápida del señor Arístides, como el indio que busca estampidas de búfalos. Pero la única estampida de búfalos eran los latidos de Herminio Sanz, mientras escuchaba los chillidos de Arístides, similares a los de la tumba vecina. Melodía de tormento, lamentos torturados que deshilachaban la cordura de cualquiera. La clase de cosas que no pueden explicarse con palabras, porque las palabras son razón, y aquellos gritos atentaban contra ella.
Las manos de Herminio Sanz cavaron hondo y rápido. La mano izquierda retiraba la tierra de la tumba de Cifuentes. La derecha quitaba lodo en la de Arístides. Conforme los agujeros se hacían más profundos, los chillidos se hacían más audibles. Y cuanto más audibles, más desgarradores.
Y llegó el temido momento. De repente, cada una de las manos de Herminio fue agarrada por otra mano. Dos manos de dos personas diferentes. Dos manos de las que sólo quedaba el esqueleto, recubierto de malolientes jirones de piel y de infinidad de insectos que devoraban sin tregua todo lo que encontraban a su paso.
Herminio se levantó instintivamente, emitiendo alaridos de terror. Al hacerlo, terminó de desenterrar a aquellos esqueletos vivientes. Eran despojos. No quedaba nada en ellos, salvo huesos y sufrimiento eterno. Los bichos los recorrían de pies a cabeza, mordisqueando. Provocando gritos y dolores que rebasaban con creces la fronteras de lo humanamente soportable.
- ¡Mátenos, Herminio! ¡Mátenos, por favor! ¡Déjenos morir! – le suplicaban al unísono los dos inquilinos de las tumbas -. ¡Déjenos descansar!
Presa de una locura febril, Herminio Sanz se deshizo en golpes con el cincel y el martillo. Con la frente bañada en sudor, con las mejillas bañadas en lágrimas de histeria, perforaba el cráneo del señor Cifuentes, y la calavera del señor Arístides.
Todo inútil.
Les hizo más agujeros que a un queso gruyere, y a pesar de ello no logró que dejasen de gritar. No pudo impedir que le agarrasen desesperadamente con sus extremidades consumidas, que le arañasen con sus metacarpos afilados, que compartiesen con él su hambrienta, interminable procesión de insectos.
Herminio Sanz se sacudió a los bichos y a los muertos. Se arrojó contra la lápida que contenía su nombre, e intentó borrarlo a cincelazo limpio. Pero por más que golpeaba aquellas letras, no conseguía dejar impresa en ellas mella alguna. El contrato se había sellado, y ahora la roca era más dura que el diamante.
Herminio Sanz cayó de rodillas, enajenado, con los gritos de sus víctimas sonando a pocos metros. Observaba el nombre de la lápida número tres, consciente de que los próximos doscientos años serían un Infierno para él o, mejor dicho... una antesala del Infierno.
Fuerteventura. 31 de agosto de 2006.
1 comentario:
Me encanta. Creo que este va a ser el siguiente que ponga en mi blog.
Un saludete
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